The Euphrates river near Dura Europos (Tell Salhiye), Syria. Iraq is just several miles downstream.

El bando del rey lo decía muy claro:

“Todas las necedades del reino deberán ser arrojadas al río. Y habrá un plazo de quince días para hacerlo. Transcurrido ese plazo, se castigará con pena de prisión mayor a todo súbdito que diga, escriba o posea cualquier tipo de necedad.”

El bando estaba colgado en todas las esquinas del reino. Y un heraldo lo pregonaba dos veces al día. “Que todo el mundo se enterara”, había subrayado el rey. No obstante, a veces medio se arrepentía del edicto cuando ello le obligaba a pensar en su mujer y en sus dos hijos.

Los súbditos quedaron perplejos cuando leyeron el bando. Unos con otros se pusieron a comentar. Se preguntaban qué quería decir el rey exactamente con eso de “necedades”. Alguno contestó que debía referirse a los aperos que ya no servían. Otro confundió la palabra con “mocedades” y pensó que había que tirar todo lo que tenían de cuando eran mozos. Y aseguró muy rotundamente que él el traje de su boda no lo tiraba.

Decidieron preguntar al señor ministro que para eso estaba allí puesto. Pero ya el avispado ministro estaba revisando el diccionario. El problema lo encontraba en explicar a los ciudadanos las cosas que había que tirar al río.

El río, poco a poco, se iba llenando de cosas, a veces acertadas y otras no tanto. Muchos ciudadanos, ante la duda, optaban por desprenderse de objetos que no sabían para qué servían o que no tenían nada claro si eran necedades o no. Por si acaso, pensaban.

El propio rey no lo tenía muy claro. Porque bien es verdad que había mucha imbecilidad a su alrededor. Por eso empezó a dudar sobre el alcance del edicto pero ahora no podía dar marcha atrás. En este punto, la única cosa que podía hacer era cambiar el diccionario y poner claro el significado de la palabra “necedad”. Para él estaba claro pero no era así para sus súbditos. Cada uno definía las cosas a su manera, dependiendo, por supuesto, de los intereses de cada cual. Es verdad que, muy muy en el fondo, todos coincidían en suponer que un necio era un imbécil y un idiota, pero lo que no estaba tan claro, y ahí entraban los intereses particulares, era sobre el grado de imbecilidad que había que tener para que llegara a ser considerado necedad.

Los diferentes grupos políticos permitidos en el reino se hartaron de discutir entre ellos y en el propio seno de cada grupo. Incluso llamaron a “especialistas” extranjeros para que opinaran sobre algo que ni ellos mismos sabían. Con ello fueron demostrando su propio grado de necedad. Y, a veces, el propio soberano dudaba si había que tirarlos al río.

Pero así era y así había que aguantarlos. Era la voluntad del pueblo soberano y el pueblo, mal que bien, ya había hablado. Otra cosa es cómo había que entender lo que dijo. Porque ya lo decía mi abuelo: si a un burro lo haces obispo, no dejará por eso de hacer burradas.

En esas estaban con la “necedad”. El río iba tragando y llevando algunas cosas, pero el rey sabía bien que quedaba mucha necedad suelta por ahí. ¿Quién podría arreglar la situación? ¿Llegarían los propios necios a ponerse de acuerdo? No. Eso sería casi un milagro.

El tiempo pasaba y las necedades no disminuían. El rey, preocupado, llamó al primer ministro y al séquito de asesores reales. Todos se encogieron de hombros, dijeron un “yo no sé nada” y se volvieron a sus casas tan orondos. Nadie aportaba soluciones y solamente hicieron el achacar a otros el problema.

El rey del país vecino, amigo suyo, le dijo que lo mejor era cegar el río y quitar las palabras del diccionario. Dicho y hecho. Llamó al escribiente real y le mandó colocar un nuevo bando:

De orden del rey y hasta nuevo aviso se prohíbe pronunciar o pensar en la palabra necedad y equivalentes. Lo que no puede nombrarse es que no existe.”

Mandó quitar el río, de paso. Ya no tenía ninguna función útil. El problema estaba resuelto. Todo el gobierno y, más tarde, todo el pueblo quedó satisfecho y lo celebró.

Solamente un muchacho se preguntaba: ¿Se acabó el problema o es que ya somos todos imbéciles? Pero su pregunta no prosperó.

Ángel Lorenzana Alonso