Su cabello, manso y tranquilo, estrangulado entre peines de marfil, soltó gemidos al moverse con el viento. Su sonrisa brilló en deseos que mantuvo ocultos y sus manos quisieron dibujar en el aire un futuro reluciente.

Su cuerpo sintió el frescor de la madrugada. Sus labios musitaron oraciones casi olvidadas en el tiempo agreste que todo lo deshace.

Ocho años duró su encierro. Ocho largos e inacabables periódos de cientos de días cada uno.

Sus vestidos estaban gastados. Sus ojos, acostumbrados a no mirar al sol, su recuerdo fijo en el último momento en que vio el cielo. Su mundo parado hacía ocho años, cuando decidió ausentarse, inamovible en su mente pero cambiante en el burdo acontecer de los tiempos.

Cuando abrió la puerta, con el cerrojo resquebrajando el silencio de su monotonía, se propuso llegar hasta su olvidado refugio, hasta ese mundo abandonado y que ahora quería recobrar.

Quería volver a vivir, volver a su alegría de antaño, rememorar momentos de gloria, encontrar de nuevo su hogar.

Miró a ambos lados, con ojos hundidos y semicerrados por el sol. Rebuscó en el horizonte la senda que antes había recorrido.

Pero la hierba, ay, la hierba había borrado el sendero.

Angel Lorenzana Alonso