Para salir a la calle, siempre se ponía su máscara de cristal. Era como una auténtica necesidad que ella misma se había ido creando.

Aún recordaba aquel primer día en que su hada preferida le había regalado la máscara. Y recordaba que pensó que ella no necesitaba ninguna máscara. Su madre, su madrina y todas sus amigas decían que era muy bella, una de las chicas más bellas de todo el reino. E incluso sus enemigas reconocían su belleza. Por eso, en aquel momento, la máscara no era algo que tuviera mucha utilidad práctica. Pero el hada le dijo que no hiciera caso de los demás y que se la pusiera para andar por la calle.

Al principio, cuando salía con la máscara puesta, no notaba absolutamente nada. Todo era igual que si no la llevara. Ningún comentario de nadie. Ni siquiera su madre o sus más íntimas amigas notaban la diferencia. Solamente una de ellas, la menos amiga y la más envidiosa de su belleza, hacía comentarios de alabanza los días que tenía la máscara aunque ni siquiera se daba cuenta de la existencia de la misma. No en vano era una máscara de cristal transparente y que apenas, al principio, cambiaba casi nada.

Poco a poco, ella misma iba notándose distinta cuando usaba la máscara. Y la máscara iba haciéndose notar sobre la cara de la muchacha e iba cambiando lentamente sus rasgos más significativos. Pero casi nadie se daba cuenta. A veces ni ella misma. Unos ojos un poco más grandes, pestañas más pronunciadas, cara más reluciente… pero no demasiado.

Las personas que antes alababan su belleza, pasaban a su lado pero apenas la miraban. Eso sí. Algo había cambiado. Ahora, eran aquellos que no la miraban los que más se fijaban en ella. Parecía que era el resto del mundo el que había cambiado en vez de su cara. Sus amigos, los de verdad, los de siempre, empezaban a alejarse. Las personas que antes envidiaban su dulzura y su belleza, ahora la saludaban y querían ser sus amigos. Parecía como si la máscara atrajera a toda aquella gente que antes no formaba parte de su mundo. Y estos no eran, precisamente, los más aconsejables: envidiosos, pendencieros, traicioneros, malpensantes…

Y la bella muchacha se fue acostumbrando, y olvidándose de los otros, se fue haciendo como estos nuevos amigos. La máscara de cristal le hacía ver el mundo y verse a sí misma de otra manera. Las adulaciones de sus nuevas amistades iban abriendo heridas nuevas que eran difíciles de cerrar.

Hablando un día con su hada, se dio cuenta de una cosa extraña. Sus amigos de siempre no veían la máscara cuando la llevaba puesta. Solamente algún gesto o alguna frase denotaban la extrañeza ante su amiga. Por el contrario, además de sus nuevas amistades, personajes y seres de lo más extraño se paraban ante ella y comentaban su bello aspecto. Unicornios, hombres-lobo, hadas, duendes, sirenas, centauros, elfos, gárgolas, fantasmas, dragones, vampiros… y miles de seres imaginarios de todo tipo pasaron a ser parte de sus nuevos amigos y adulaban su máscara y su nuevo aspecto.

El hada estaba muy contenta. “Serás uno de nosotros”, le decía, y se iba bailando por el bosque. Se reunía con las otras hadas y comentaban la nueva belleza de la muchacha, una belleza distinta, una belleza más acorde con los cánones de los seres imaginarios.

Poco a poco, la bella muchacha se fue integrando en ese mundo imaginario de hadas y unicornios. Y se fue alejando de su familia, de sus vecinos de siempre, de sus amigos de siempre. Las nuevas compañías la adulaban más, la llenaban de lisonjas y alabanzas. Era más fácil vivir en este mundo y no preocuparse de las cosas reales. No tenían necesidades ni preocupaciones. Solo soñar, sin pesares ni contratiempos. Todo era de color de rosa.

Fueron pasando los días. Y los años fueron ocultando y desdibujando los efectos de la máscara de cristal. Cada vez necesitaba más de esa máscara ilusoria para tratar de paliar el paso del tiempo. Y sus amigos imaginarios iban alejándose a medida que la máscara dejaba de ser eficiente. Y sus amigos de antes no se atrevían a acercarse por miedo al rechazo. Su carácter también había cambiado y se volvió caprichosa y antojadiza. Quería seguir siendo una reina cuando ya solo era una princesa de paja.

Visitó a su hada madrina que, como hada que era, no había cambiado apenas aunque no había necesitado de máscara alguna. Comprobó que la máscara que había regalado a su ahijada ya no cumplía del todo con su misión. Algunas grietas surcaban suavemente su superficie y varias esquirlas se habían desprendido. El cristal no ejercía ya su efecto purificador y la realidad asomaba en la cara de la muchacha.

Lloró pero las lágrimas no pudieron hacer que su hada lograra reparar la máscara. Y, como todos sus seres imaginarios, el hada también le dijo adiós.

 

Angel Lorenzana Alonso