Encima de los cascotes de su casa, una niña gazatí, sentada en una silla de plástico, de las de terraza, abraza a su muñeca amputada mientras escucha una canción oscura y tétrica a la que ya está acostumbrada. Alguien grita: Al refugio, vamos. Pero ella no se mueve, ni piensa moverse de allí, no quiere ir más al refugio, ni encontrarse con alguna familia, muy pocas, en las que quedan casi todos los miembros que la conforman. Ella está sola, lo ha perdido todo. No entiende cómo ha podido suceder aquella hecatombe. La canción oscura y tétrica, deja su fuego de destrucción cerca de donde la muchacha sigue sentada en la silla de plástico, abrazada a un bulto de memoria. Quiere irse con su madre, con su hermano, con sus primas, quiere abrirse camino entre la muerte para acabar con aquella maldición.

A esa misma hora, en el jardín de una casa familiar, una niña, que no es gazatí, sentada en una silla de plástico, de las de terraza, abraza a una muñeca a la que supuestamente da de comer, de un platillo de aceitunas. Su mamá llama, a comer, vamos que se enfría la sopa. La pequeña se levanta. En su casa hay comida, tiene una familia y salud, la vida la rodea de existencia.

En los párrafos anteriores inventé dos migas que habitan el mismo universo, pero horneadas en distintas panaderías. A una el destino la sitúa en una horrible catástrofe creada por el hombre, la guerra. A otra el destino la coloca en una confortable existencia, que es donde deberían estar las dos niñas a las que metafóricamente llamo migas, porque migas somos todos, migas tan pequeñas como las estrellas vistas desde la Tierra. Vengo a querer decir que somos insignificantes y sin embargo tan capaces de dañarnos y dañar lo que nos rodea.

Lamiguería: La vida es muy distinta en diferentes lugares del planeta y depende en qué época te haya tocado nacer. Nacer, crecer y morir en muchas zonas del planeta es casi una ilusión, una utopía; sin embargo, en otras latitudes nacer, crecer y morir se hace con dignidad. En Gaza: asesinatos a trabajadores sanitarios, matanzas de civiles, genocidio de niños y niñas es un presente. Y lo peor es que estamos normalizando el horror como si fuéramos dragones sin cerebro. El planeta no tiene fronteras, salvo las naturales. Las fronteras las inventó el hombre y así va el mundo. Cuánto más “avanzamos”, más fronteras, más vigilancia, más dependencia, más soledad, más ruido y menos corazón. Ya casi somos robots, sin necesidad de inteligencia artificial.

Manuela Bodas Puente – Veguellina de Órbigo.