Trunk of the tree using as a bridge across the river

No sé lo que pasaba pero aquella tarde me apetecía cruzar el puente. No era por ninguna razón especial. Simplemente porque estaba allí… y porque el bar para tomar café lo habían hecho al otro lado.

El río no bajaba demasiado alborotado, aunque turbio por las últimas lluvias. El puente, un gran árbol atravesado, con alguna rama sin cortar para poder agarrarse, estaba un tanto resbaladizo pero mis botas de invierno me “garantizaban” una segura travesía. En muy peores condiciones lo había atravesado.

Mi casa caía de la parte de acá del puente. Solamente otro vecino y yo estábamos así. El resto del pueblo, otras veinte casas, doce de ellas sin habitar y a medio caer, estaban para el lado de allá. Hasta hacía poco tiempo, había un viejo puente de piedra que, dicen, lo habían construido los romanos. Yo no supe nunca si los romanos llegaron a pisar estos andurriales pues ¿a dónde iban por aquí si el valle se acaba un poco más arriba? Y más allá, más allá no hay nada; solo montes y valles, solo nieve y árboles sin domar, animales de todas clases. Y muchos lobos. Le llamamos la tierra del lobo. Casi ningún cristiano camina por allí. y pocos de los no cristianos.

El viejo puente era de piedra, eso sí. No se sabe cuántos años tendría pero un buen día, vino un señor que parecía de capital, por el traje y por el coche, y dijo que el puente allí no pintaba nada, que, total, solo servía para el paso de dos personas, mi vecino y yo nos suponemos, y que era un gasto “superfluo” – vete a saber qué era eso – para el municipio. Todo el pueblo se había ido desplazando al otro lado del río. Incluso la carretera se había construido por el otro lado. A los quince días, unas máquinas lo tiraron abajo.

Se hizo una carta de protesta al alcalde, que no dijo nada porque tampoco era de allí, y una manifestación, de mi vecino y yo y otros dos del pueblo, delante del jefe de la Diputación, pero ese día, precisamente, estaba de permiso por paternidad y no pudo recibirnos porque debía de tener que dar de mamar al crío.

En fin, el puente sigue caído y las piedras se las va comiendo el río. Habían pasado varias semanas y nadie parecía hacer nada. Fue cuando pusieron la cantina y la verdad es que apetecía pasar a echar un rato. Por el verano no había problema porque el río se pasaba de un salto, pero en el invierno era peor. Hasta que, un buen día, un vecino del otro lado, el único que tenía un tractor, arrancó un viejo álamo y lo atravesó en el río. La solución no es la mejor pero es la que está sirviendo, por ahora.

Qué casualidad, y digo casualidad porque no soy nada mal pensado, al día siguiente de lo del árbol, apareció el señor del coche y del traje y estuvo examinando las raíces, las ramas y si el árbol se movía. No dijo nada salvo algún taco por lo bajini. Y se marchó.

Ahora se puede pasar. Mi vecino y yo vamos todas las tardes y echamos unas partidas al tute contra los del otro barrio. Bien entrada la noche, volvemos a cruzar el puente para volver a casa. El murmullo del agua nos acompaña durante la travesía y, en ocasiones, el aullido de algún lobo nos dice que están allí, no demasiado lejos, vigilando.

Los perros nos saludan cerca de casa, nos aseguramos de que las cercas y las trancas están en su sitio, miramos al cielo por si va a llover, o nevar, al día siguiente, abrimos la casa, cada uno la suya, alzamos la gorra a modo de saludo de despedida y nos echamos para dentro. Ponemos la tranca, por si acaso.

Uno de los perros, el más friolero, entra siempre conmigo. Pero vigila la casa por dentro durante la noche. De habitación en habitación, huele todos los rincones y resquicios de puertas y ventanas. Los otros tres perros se quedan fuera, vigilando los cercados y atentos a esos aullidos que se oyen de vez en cuando.

Yo duermo tranquilo, con un ojo medio abierto, pensando en las jugadas de la partida, en lo que nos reímos mi vecino y yo cuando les ganamos, en el rebaño de cabras y en sus andanzas por el monte, en los lobos maquinando acechanzas y asechanzas varias y todas traidoras, en el puente que resbala y que si te descuidas te lleva al río, en el río que baja rugiendo cada vez con más rabia, en lo que hay que hacer cuando venga la primavera, si es que algún día asoma por aquí… y en lo que aún queda de invierno.

Fuera, está empezando a nevar. Pronto, los copos blancos empezarán a cubrir el valle y los pájaros se esconderán hasta que pase la tormenta. Buscarán sus refugios y tratarán de que la nieve no les alcance.

Las cabras se mueven de un lado para otro y los perros están empezando a inquietarse. Y el aullido del lobo suena cada vez más cerca.

 

Ángel Lorenzana Alonso