Siete copos de nieve cayeron sobre el rostro de la muchacha que hilaba ilusiones de amores en el jardín de la casa encantada. Blanca nieve sobre cara blanca. Blanca ilusión que perdura en medio de los cristales del tiempo. Y los recuerdos, heredados, quisieron hacer florecer miedos y aventuras de otros tiempos. Pero… ni los miedos ni las aventuras eran suyos y solo la nieve le dijo que, en otros lugares, alguien estaba soñando con colores blancos. Ella hacía ya mucho tiempo que había dejado de soñar.

Siete círculos mágicos se formaron en el cielo y el cielo se retorcía para enredar sus cabellos en cada uno de ellos. El primero y el último se rompieron y quedaron abiertos a los secretos eternos. Los cinco restantes apretaron sus curvas y resistieron la fuerza del viento. Uno primero, el otro después y, después, un sinfín de torbellinos llenaron los aires del nuevo hogar, siempre lleno de nostalgias y de risas casi perdidas.

Siete jinetes, blancos y resplandecientes como la aurora, recorrieron el horizonte encabritándose y estirando el cuello para atrapar la fragancia de las flores, ya casi deshojadas a fuer de moverse en alas del viento. Siete caballos piafaron y sus belfos retumbaron con el sonido de miles de truenos. La niña que los miraba, rompió a llorar pensando en ir con ellos, allá donde la tierra quiere juntarse con el cielo. Pero sus lloros no pudieron tener eco porque ni la tierra era la misma tierra ni los caballos quisieron ser corceles de azul y blanco.

Siete arañas siguieron tejiendo la tela de nunca acabar, moviendo sus brazos al viento, queriendo coger sueños y apañando brotes de lluvia que derramaban a sus pies. Su eterna red soñaba con presas que habrían de venir y su mirada, ávida y aguda, se clavaba en cada gota. Un árbol solitario quería sostener su tela pero… Esta tierra ya no es su tierra. Y hasta la araña se quedó absorta en recuerdos, miró a sus compañeras de trabajo y se dejó llevar, deshaciendo susurros, buscando miradas donde ya no quedaban, buscando hilos con que agarrar el pasado.

Siete lobos pardos quisieron pasar y no pudieron. Torcieron sus colas y dieron vueltas para encontrar un sendero. Abrieron sus bocas, grandes como la tormenta, profirieron aullidos que llenaron los valles, patearon el suelo, miraron al cielo y en sus ojos se dibujó un mar sin luna que ni ellos mismos, dueños de bosques y montes, se habrían podido imaginar. No reconocieron, nunca quisieron reconocerlo, el paisaje de agua en vez de verde, el miedo a las olas que querían atraparlos.

Siete peces siguieron dando vueltas alrededor de una ola que no quería acabar de romper. Movieron sus cuerpos y destellaron al sol de la tarde. Quebraron el agua y salpicaron la lejana orilla llenándola de murmullos que se mezclaron con los sonidos  que el viento derramaba sobre las ramas del bosque. Ellos, nuevos, de apenas 70 años, en este paisaje, eran dueños invisibles de la nada invisible con que el valle estaba vestido.

Siete lágrimas cayeron de doña Maria mientras iba dejando atrás sus recuerdos. Siete años, setenta tal vez, o casi setenta y siete, han trascurrido ya desde su marchar peregrino. Siete veces cada siete días recordó su tierra y vació sus ojos en vano. Ni con lágrimas ni con suspiros su memoria se iría borrando. Ni los vientos fuertes de otoños medio calcinados lograban quebrar las imágenes que venían una y otra vez, una y otra vez. El viento traía olores de entonces, el sol reflejaba en sus ojos cansados los verdes y ocres de un paisaje que había desaparecido. El pequeño mundo, su pequeño mundo de entonces, se iba desdibujando cada día y un poco más. Pero los años no son casi nada cuando uno se propone recordar. Y ella quería recordar. Solo eso le quedaba ya. Era la última superviviente, la única en cuya memoria seguía rugiendo el eco de un pueblo que había dejado de existir.

Angel Lorenzana Alonso

Relato publicado en verano de 2021 en “Versos a Oliegos”