Aquella tarde había sido perfecta. Sus acciones en bolsa habían subido un doce por ciento, se había granjeado la amistad del gerente de la empresa y su esposa le había felicitado por su cumpleaños. Todo estaba bien.

Había hecho bien su trabajo y su fortuna era un poco más grande. Había cumplido con lo que la sociedad esperaba de él. Por eso, decidió que ese era el momento.

Cambió su ropa, cogió su pancarta, escrita hace ya tiempo pero que nunca se había atrevido a utilizar, salió a la calle y buscó el lugar más idóneo.  En la acera más transitada de la ciudad, se sentó, extendió su pancarta y esperó.

Esperó en medio de la nada, en medio de una muchedumbre que iba y venía sin ver, sin palpar lo que sucedía. Que solo iba por ir y venía por venir. Una gente que pensaba en sus problemas cotidianos, que hablaba de las insustancialidades de la vida, que compraba por comprar, que gritaba cuando no venía a cuento, que murmuraba chismes a cada paso de un tiempo que se les iba en vanalidades.

Esperó a que alguien se acercara pero, durante tres horas largas, nadie se percató de su situación. Nadie se paró siquiera delante de él. Nadie miró su cartel. Sus ojos, acostumbrados a escudriñar gente, iban y venían posándose en cada uno que pasaba pero, por mucho que miraba, apenas veía otra cosa que cansancio, aburrimiento y miserias. Apenas veía intrascendencia y soledad.

 Cuando menos lo esperaba, alguien vino a leer su pancarta. Leyó, le miró, volvió a leer y le preguntó:

–        ¿Qué es lo que pide usted?

–        Solamente comprensión – respondió el mendigo.

–        ¿Comprensión hacia qué?

–        Comprensión. Solo comprensión. ¿Sabe usted lo que significa?

Aquel hombre que se había acercado le miró sin entender nada. Le volvió a mirar, volvió a leer la pancarta… Y se marchó.

Una mujer vino hasta él unas horas después. Su ritual fue el mismo: leer, mirar, volver a leer y volver a mirar. Ante la consabida pregunta de qué era lo que pedía, el mendigo contestó:

–        Pido esperanza.

–        ¿Esperanza? – contestó la mujer, elevando un poco el cuello de su abrigo de pieles. – Esperanza ¿en qué?

–        Esperanza, solo esperanza.

–        Pero… yo no puedo darle esperanza si usted no concreta un poco más.

–        Esperanza. Esperanza en algo… no sé… esperanza. ¿Sabe usted lo que significa?

Y la mujer se marchó, como si no entendiera nada.

 Poco a poco se fue corriendo por la ciudad el hecho de que había un hombre que no se sabía que era lo que quería. Los corrillos de curiosos se fueron haciendo más grandes y el raro mendigo se vio rodeado de personas y personajes de todo tipo, preocupados más por sus vecinos de corro que por el mendigo. La noticia llegó a las autoridades.

El alcalde en persona se llegó hasta allí. Con su impecable abrigo y su traje de rayas, le dijo en plan solemne:

–        Sr. Mendigo, soy el alcalde.

–        Buenas tardes, Sr. Alcalde – dijo el mendigo casi sin levantar la vista.

–        Vamos a ver… – titubeó –  ¿Se puede saber que está usted haciendo aquí?

–        ¿Ha visto mi pancarta?

–        La he visto y no la entiendo… ni me importa. Usted no puede estar aquí, usted no tiene que estar pidiendo nada, usted no es un indigente, usted no puede salir con una pancarta a la calle, usted… usted tiene que marcharse. Y punto.

–        Yo no molesto a nadie y tampoco pido cosas imposibles. Solamente pido a cada uno lo que me pueda dar.

El alcalde se enfadó e hizo ademán de marcharse. Girando sobre sus talones, bien acolchados por unos calcetines azules, dijo, solemne:

–        A ver si nos entendemos de una vez. ¿Qué está pidiendo?

–        A usted le pediría un poco de verdad.

–        ¿De verdad? ¿Qué verdad?

–        ¿Es que hay más que una?

Ahora si que, refunfuñando no se sabe qué, el alcalde se fue. El mendigo volvió a quedarse solo con su pancarta. Los escasos peatones que pasaban a estas horas seguían con el mismo ritual de todos: le miraban, miraban a la pancarta, volvían a mirarle… y se marchaban sin atreverse a acercarse.

Entrada la noche, el mendigo se fue. Recogió sus pertenencias y llegó andando hasta su lujosa casa. Saludó a su mujer, cenó con ella, compartieron las bobadas del día, vieron la televisión, criticaron a los vecinos y se fueron a la cama. Mañana sería otra jornada de duro trabajo.

Angel Lorenzana Alonso