Siempre pensé en pasar al otro lado, atravesar el río y caminar por los verdes prados que se veían más allá del agua. La distancia no era mucha pero las serias advertencias de mis padres y las viejas leyendas que el pueblo contaba bastaban para disuadirme del intento cada vez que la idea de cruzar venía a mi cabeza. Pero, en días tan claros y de tanto calor como hoy, apetecía darse un chapuzón en el agua y la idea de cruzar venía nuevamente.

Por si acaso, primero me metí en el agua y disfruté del baño. Como era costumbre y prohibición, sin pasar más allá de la mitad del río. Miré a todos lados para cerciorarme de que nadie me veía, salí, cogí mi ropa en un brazado y, corriendo, volví a meterme en el río. En un momento, estaba en el otro lado.

Lo primero que me sobresaltó fue que este “otro lado del río” no se parecía en casi nada a como se veía desde el lado de mi pueblo. No lucía el sol y la hierba no era tan verde. Mi pueblo, repetido en este lado, apenas se parecía a mi pueblo: era oscuro, las casas de barro eran tenebrosas y más viejas, las calles seguían siendo de tierra y la torre de la iglesia estaba medio caída, sin campanas y sin espadaña. En la calle mayor me encontré con un anciano con la boina calada hasta los ojos y una mirada perdida en el horizonte, más allá de la arboleda del río.

“Buenas tardes” le dije. Me miró de soslayo, abrió un poco la boca y a poco se le cae la colilla apagada ya hacía tiempo. Paró frente a mí y, con unas palabras apenas audibles y muy poco inteligibles, logró decir: “¿Quién eres?”.  Me miró de nuevo, hizo un gesto negativo con la cabeza y siguió calle abajo. Cinco pasos y volvió a mirarme. Meneó de nuevo la cabeza y siguió su camino. Desapareció en lo oscuro de algo parecido a la noche pero que ni era noche siquiera.

Busqué mi casa pero no la encontré. Donde tenía que estar, no había nada. Un solar vacío y un viejo ciprés. Y una neblina coronaba su cima. Miré varias veces por si estaba equivocado. Pero no. El sitio era ese: la calle, la casa del vecino, la torre al fondo… No había ninguna duda. Ahí debería estar mi casa. El pueblo y el paisaje era un calco del pueblo donde yo vivía. Solo que el pueblo era más viejo. Y que mi casa no estaba. Y que parecía que el sol y la luz habían desaparecido.

Una extraña mujer, casi más ancha que alta, dobló la esquina y vino hacia mí. Era muy vieja y me miraba como si estuviera viendo un fantasma. Sus ojos brillaban y sus manos fueron hasta mi cara y la tocaron. Se tapó con ellas su rostro y murmuró un “no puede ser” mientras volvía a mirarme con más intensidad. Su mirada se fue hasta el ciprés, después hasta mi cara de nuevo y, con su mano, señaló al río que se divisaba allá abajo, entre los árboles.

Murmuró “tú, el río, la casa, tus padres”, volvió a tocar mi cara y se fue sin más, sin una despedida, sin dejar que le preguntara.

Cuando volví a mirar al ciprés, el anciano estaba junto a él y me dijo: “vivías aquí, el río te llevó, tu madre derribó la casa y plantó el ciprés en tu recuerdo, y ahora estás aquí… No entiendo nada… pero, cuídate del río!”.

Intenté seguir preguntando pero hizo ademán de marcharse. Yo quería saber, enterarme… ¿dónde estaba mi madre? ¿por qué estaba ahora viviendo, en su casa, al otro lado del río? ¿cuál era el pueblo “verdadero”? ¿era esto el futuro? ¿por eso nadie cruzaba el río?¿dónde estaban el resto de los vecinos? Miles y miles de preguntas se agolpaban en mi cabeza y cada vez entendía menos. Solamente un pequeño río, que era fácil cruzarlo, separaba ambos pueblos pero, en realidad, los pueblos estaban separados por algo más, algo que no se veía pero que estaba ahí, algo que hacía imposible la comunicación entre ellos y hacía imposible mi propia presencia.

Decidí escapar, cruzar el río, correr a mi casa, ver a mi madre, olvidarme del ciprés y de la propia existencia de este pueblo medio fantasma y no volver jamás a cruzar ese maldito río. Jamás, me dije.

Corrí por las calles, crucé la arboleda y me metí en el río. Justamente en el medio del cauce observé con horror que el agua iba en sentido contrario. En cada orilla el río llevaba una dirección distinta.

Y noté que el agua me llevaba y que nunca podría salir de allí.

 

Ángel Lorenzana Alonso