La niebla resbaló por su cara. Y su cara suspiró al contacto con ella. Pero el viento la fue secando y convirtiendo las gotas en nada, esparciendo los jirones y dejando que la brisa los llevara. Y todo pasó y cara y niebla desaparecieron.
Su pena siguió, no obstante. Esperaba algo que no llegaba. Hacía tiempo que esperaba y su espera se había convertido en desespero. Un día, y otro, y otro más. El tiempo iba pasando y las nieblas llegaban y se iban. Nunca llegaba el sol.
Caminaba despacio, dejando que los pasos se movieran de uno en uno. Se internó en la niebla y la niebla la envolvió. Se agarró a su rostro y parecía querer comerla. Quería sacudirla con su mano. Con su mano fría e inerme. Con los dedos largos y secos. Ensortijados y fríos dedos que no acertaban a despejar la niebla, esa maldita niebla pegajosa que nunca la abandonaba.
El velo, negro desde hace muchos años, se movía alrededor de su pelo. Pelo negro como el velo negro. Pelo negro como sus ojos negros, como sus labios negros de tanto apretarlos. Y la niebla los mojaba. Y quería profanarlos y llenarlos de besos fríos como la noche.
Ella buscaba salir de la niebla, dejarla atrás, dejar el velo y el rictus triste de la pena. Pero la niebla la apretaba, la envolvía y le obligaba a inclinar ojos y mirada. Quería salir, quería moverse fuera de la pena. Pero esos jirones de niebla se obstinaban en sujetarla. Y el mundo aplaudía a la niebla y la animaba a seguir apretando y apretando.
Buscaba una mano que la ayudara, que viniera y apartara la niebla. Pero no venía y, una y otra vez, se marchaba demasiado rápido cuando aparecía. Y estaba tan acostumbrada a la niebla que la rodeaba, tan acostumbrada a convivir con ella, que no se apercibió el día que desapareció.
Cuando la mano apareció, pensó que era un sueño. Cuando el sol apareció anunciando la primavera, ella creyó que la propia niebla la engañaba y que no podía hacerse ilusiones porque la niebla traicionera volvería a por ella.
Los días iban pasando y la niebla no volvía. Las mañanas eran azules y los jirones se habían deshecho. La esperanza quería volver pero ella no se fiaba. Eran muchos los años en que la había engañado. Era muy poderosa aquella niebla.
Pero la mano seguía allí. El sol lucía un día más. Ni rastro de la niebla. ¿Se había marchado para siempre? Un día creyó verla allá lejos, justo encima del horizonte. La estuvo vigilando todo el día. Llegó el atardecer y no había venido, ni se había movido del horizonte.
Empezó a pensar que podía haber vida fuera de la niebla. Y empezó a acostumbrarse a disfrutar de su ausencia. Las mañanas eran claras e invitaban a la vida. Las tardes eran apacibles y calurosas y las sonrisas florecían a su alrededor. Los vientos eran frescas brisas y las lluvias eran bienvenidas con su agua llenando los campos.
La mano seguía con ella. La guiaba en las noches enamoradas y la acompañaba en las dulces amanecidas. Siempre estaba allí, con ella, espantando y alejando a la niebla, quitando los sedosos jirones, esos húmedos jirones que todo lo confundían y enredaban. Acariciaba sus mejillas como antaño lo había hecho la niebla. Pero no eran frías… ni húmedas, ni se pegaban a sus ojos.
Una noche, en medio de la frescura que el río le enviaba, en medio de los rayos de luna que entraban por su ventana abierta a las sombras, despertó sobresaltada. Y notó que la mano, su mano, no estaba con ella. Se levantó de un salto, la buscó entre las sábanas, la buscó por la habitación y no la encontró. Con prisas inusitadas, corrió hasta el jardín y salió hasta la calle que llevaba hasta el río. Fue calle abajo, buscando en cada rincón, llamándola a gritos, tratando de verla entre sus lágrimas.
Llegó hasta la orilla del río que bajaba revuelto por las primeras nubes del otoño que ya había llegado. Con sorpresa, vio a su mano río arriba, tratando de sujetar a la niebla que bajaba, resbalando sobre el agua.
Los jirones se le escapaban entre los dedos. Un búho, en un viejo álamo junto al río, le susurró: “no luches contra la niebla, ayúdala a que pase”.
Ángel Lorenzana Alonso