Estaba sentada enfrente de mí. Trataba de leer una revista de esas de cotilleo de famosos. Pasaba las hojas para adelante y para atrás, miraba las fotos y, muy de cuando en cuando, leía un poco.

A su lado descansaba una vieja mochila. Ella vestía de manera informal: pantalón vaquero de los que están rasgados y descosidos, jersey de lana fino, gorra de jugador de baloncesto de las que se ponen al revés y zapatillas de colores de esas que caminan casi solas. Y un bastón largo, acabado en punta de hierro.

Me miró y la miré. Quería hablarle para hacer más corto el camino, pero no me atreví.

  • ¿Vas muy lejos? – le dije, por fin.
  • La verdad es que no lo sé – contestó casi sin mirarme.

Cuando el tren paró en la siguiente estación, ella hizo ademán de levantarse, miró por la ventanilla, comprobó que su mochila y su bastón estaban allí, y volvió a sentarse. Otra vez me miró.

  • Y tú, ¿vas muy lejos?
  • Cuatro o cinco estaciones me quedan. – contesté.
  • Yo no sé. Depende del nombre del pueblo.
  • Del nombre del pueblo?
  • Sí. De que me guste o no. Y de la pinta que tenga la estación.
  • Pero…

Yo quería seguir preguntando, pero ella se enfrascó, de nuevo, en su revista. Poco a poco fue quedándose dormida.

Aproveché para examinarla un poco más a fondo. No era demasiado guapa pero tenía un cierto aquel que la hacía interesante. Su cara, su pelo… No sé.

En eso estaba yo cuando noté que había abierto los ojos. Estaba observándome y creo que me puse rojo de vergüenza porque me había pillado. Una suave sonrisa iluminó su cara.

Dos o tres estaciones sin mirarnos. Bueno, yo sí la miraba de reojo, de vez en cuando. En cada parada, ella miraba la estación y buscaba el nombre del pueblo. Y volvía a sentarse. Ahora estaba mirando por la ventanilla.

De repente, cuando el tren aminoraba su marcha, se levantó, cogió su mochila y su bastón, dijo un suave adiós, medio sonrió y se marchó a toda prisa hacia la puerta. Asomé mi cabeza por la ventanilla y vi, con asombro, que la próxima era mi parada. Recogí mis cosas y fui hacia la puerta de bajada esperando encontrarla allí. Pero no estaba.

El tren acababa de parar. Bajé a toda prisa. Solamente yo, y mi maleta, estábamos en el andén. Nadie más.

Miré a todos lados. ¿Dónde se había metido? Estaba seguro de que ella había tenido que bajar. ¿O no? ¿O es que ella había adivinado mi destino y había simulado todo aquello para evitar la despedida? Pero ¿por qué? Hubiera bastado con un simple gesto, una palabra de adiós, una sonrisa… cualquier cosa.

Miré pasar el tren mientras se marchaba. En el último vagón, creí ver una cara pegada al cristal y una mano, su mano, que decía adiós.

 

Angel Lorenzana Alonso