Allí estaba otra vez. Sin darme casi tiempo a abrir la puerta, él ya había pasado entre mis piernas y me esperaba en el rellano, cuatro escalones más arriba. Siempre pensé que estaba vigilando para ver cuando yo venía.

Él no era mi perro, pero como si lo fuera. Era el perro de mi vecino, un vecino al que ni siquiera conocía. Pero a su perro sí. Era como un perro compartido, pensaba yo.

Era un perro sin “marca”, sin raza definida del todo pero, en su porte y hechura, denotaba rasgos de los labradores. Su carácter también lo decía: buen compañero, sociable, cariñoso y entusiasta. Le gustaba jugar y buscaba ser tu amigo. Era inteligente y le encantaba jugar con el agua. Su hocico negro y su lengua te buscaban incansables. O sea, era mi amigo. Así lo pensé y así me lo demostró desde el principio, cuando se acercó a mi casa hace ya unos meses.

Pero era el perro de mi vecino y eso no debía ni podía olvidarlo. Solamente venía hasta mí cuando no podía estar con él, cuando él no estaba en casa, por viajes o vete a saber por qué. Ello se producía con frecuencia y, a veces, estaba semanas fuera. Cuando eso ocurría, el perro, del que tampoco sabía su nombre, se quedaba a vivir conmigo. Era un tácito acuerdo entre el perro y yo. Yo le llamaba “perro”, por llamarle de alguna manera. Y él atendía a mis llamadas.

Siempre venía. A veces, solo de visita, durante un momento; me saludaba, correteaba a mi alrededor, dejaba que le acariciara, buscaba su golosina y escapaba corriendo  a su casa. Otras veces, esas en que el vecino no estaba, se quedaba conmigo. Solo hasta que un simple ruido, y a veces ni eso siquiera, le indicara que su dueño había llegado. Daba dos “guaus” y salía corriendo. Así era la vida y yo la había aceptado así. No me quedaba otro remedio. Era plenamente consciente de que aquel perro casi labrador no era mío. Solo era el perro de mi vecino. Solo eso. Pero también iba siendo un poco mío a medida que el tiempo pasaba.

En esta ocasión, estuvo mucho tiempo. Creo que más de un mes seguido se quedó en mi casa. Iba conmigo a todos los sitios, me acompañaba en mis paseos al monte, se sentaba conmigo a ver las atardecidas, y dormía en mi casa, detrás de la puerta de entrada, vigilando. Siempre estaba vigilando. Tanto tiempo iba pasando que llegué a pensar si le habría ocurrido algo a mi vecino.

Como ya he dicho, no conocía al vecino. Nunca lo había visto y nunca había cruzado ni un “buenos días” con él. No sabía si era alto o bajo, moreno o rubio, joven o viejo. Alguna vez pensé que podría ser una mujer. Mil cábalas hice en mi cabeza. Me imaginé que él, o ella, supiera que su perro venía a mi casa. Qué menos que pasar a verme aunque solo fuera para un “gracias” o para decirme que iba a estar fuera mucho tiempo. Nada de nada. Aparecía y desaparecía sin previo aviso, sin decir nada. Solo sabía de él por las idas y venidas de “nuestro” perro.

Pero esta vez tardaba demasiado. El perro, acostumbrado a estas cosas, se había instalado en mi casa. Acuciado por la curiosidad, y por el temor también un poco, cogí al perro y fuimos hasta la puerta de la casa. Solamente un pequeño callejón separaba nuestras casas, lo suficiente para que fueran completamente independientes y aisladas la una de la otra. Nada se oía y nada se sabía de la otra. Cuando llegamos a su puerta, nada pudimos oír. Ni el más leve de los ruidos. El perro, plantado y sentado ante la puerta, me miraba extrañado, como diciéndome “ya sabía yo que no estaba”.

Pasaron más de dos meses y el vecino seguía sin aparecer. Tanto tiempo era demasiado. Hasta llegué a pensar en que le hubiera pasado algo y hubiera quedado encerrado en la casa. Pero, pensé, ya el perro hubiera advertido algo.

Todo siguió igual. El vecino sin aparecer y el perro en mi casa. Hasta que una tarde, llegando yo a casa, vi un coche de la policía delante. Estaban mirando por las ventanas con sus linternas. El perro se fue corriendo hasta ellos y yo también. El perro ladró y yo tuve que explicarles toda esta rara historia de un perro “a medias”. No pienso que se la creyeran del todo pero tampoco le dieron más importancia. Me preguntaron por el vecino, por el perro, por la casa… Y yo les conté otra vez lo mismo. Me dijeron que habían recibido avisos de que se habían visto luces encendidas y ruidos extraños en la casa.

Comentamos que era muy raro que el perro no hubiera dado ninguna señal de alarma, pero..

En ello estábamos cuando todas las luces de la casa se encendieron. Un ligero siseo se oía en el interior. Yo observaba al perro pero no hacía nada. Solo miraba para la casa.

La casa tembló y todos, policías, perro y yo, nos apartamos. La casa se movía, de eso no había ninguna duda. De repente, el perro salió corriendo e hizo ademán de querer entrar. Un pequeño gemido y vino corriendo hacia mí. Su pata estaba un poco chamuscada y no podía apoyarla.

A la vista de todos, la casa se fue elevando y desapareció entre las pocas nubes de aquel anochecer. La policía me miraba asombrada, el perro gemía un poco y yo no sabía que decir. Pensaba, eso sí, que, ahora, el perro sería solo “mi perro”.

Cuando le miré la pata chamuscada, vi que un pequeño hierro ocupaba el lugar en donde tenía que estar el hueso.

 

Ángel Lorenzana Alonso