El agujero en la proa era demasiado grande. El agua entraba y no daba tiempo a sacarla. Achicaba a tope pero las fuerzas del capitán estaban exhaustas. No resistiría mucho tiempo. Pero trataría de mantenerlo a flote.

En su loco navegar con su barco hecho trizas, vislumbró una pequeña isla. Se encaminó hacia ella. A simple vista todo parecía tranquilidad. Sus playas bañadas de sol eran preciosas, sus árboles lucían el verde candoroso de la belleza y los frutos prometían sabores inmejorables.

La isla estaba gobernada por una reina bella como el oro que brillaba en su cabello. Vivía en un castillo pequeño pero precioso, rodeada de cortesanos y aduladores, como todas las reinas del mundo.

La reina vio venir el barco, salió gozosa a recibirlo, ofreció su isla y su castillo al capitán, le recibió con todos los honores y le dio su amistad y su amor. Vivieron juntos tanto tiempo como ella quiso, ensimismados en contemplar atardeceres y puestas de sol, cogidos de la mano en los amaneceres y abrazados en un amor intenso en las noches sin luna de la isla.

Le contó al capitán que la isla era tranquila pero que arribaban demasiados barcos sin rumbo, que los piratas llegaban por todas partes y que no sabía como disuadirlos, que su vida no tenía sentido encerrada siempre en su isla y que quería conocer nuevos horizontes. Le pidió que la llevara en su barco de velas rojas, que surcarían el mar y que no temería a las tormentas.

El capitán, enamorado, limpió la costa de piratas, embelleció el castillo con recuerdos de sus travesías, adornó a la reina y la libró de los cortesanos inútiles que la rodeaban. La invitó a subir a su barco lleno de agujeros, a navegar con él por los mares de peligros, más peligrosos con un barco en no muy buenas condiciones pero rojo, rojo de pasión, con unas velas intactas que se moverían con el viento del amor.

Ella dilataba la decisión de irse. La luna, fiel consejera del capitán, seguía sin aparecer.

Un día la reina le dijo que retirara el barco de velas rojas. Le dijo que echaba de menos a sus aduladores cortesanos. Le dijo que su castillo parecía vacío. Le dijo que no quería la vida de aventuras en el barco destrozado, que prefería la soledad y la seguridad de su isla y que, por favor, le devolviera todo eso que le había quitado. Le dijo que ya no lo necesitaba, que ya no estaba enamorada, que odiaba el barco en la playa. Le dijo que se fuera.

El capitán, muy triste, salió del castillo y acampó fuera, cerca del barco. Esperó a que ella le llamara, que se arrepintiera de su decisión.

Pero ella ni siquiera le miraba cuando pasaba a su lado.

Un día, el capitán subió a bordo, dio rienda suelta a las velas y dejó que el barco se alejara de la isla. El agua seguía entrando pero no se molestó en achicarla. Y volvió a salir la luna, su amiga y consejera. Hacía mucho tiempo que no la veía y se quedó mirándola como a una vieja y querida amiga. El reflejo en el mar, casi embravecido, le traía recuerdos de la isla, de sus batallas con los piratas, de su amor ciego y apasionado.

Siguió navegando solo, con sus velas rojas al viento, con su barco y su alma destrozados. Siguió rumbo a ninguna parte. Y se perdió en el mar y en la oscuridad del silencio.

La reina, adulada en su castillo, recibiendo a piratas y aventureros, ni siquiera se dio cuenta que en su isla había vuelto a brillar la luna. Cuando la reina la vio, revivió a su capitán del barco de velas rojas que se había ido, rememoró sus días en la isla y, sola, abandonó por un momento a sus invitados, subió a lo más alto de su castillo y dijo:

– Mi amiga luna, tú eres su amiga también, llámale, dile que venga de nuevo, dile que sigo añorándole, dile… dile todo lo que tú sabes que siento.

La luna, inalterable por fuera, cogió el mensaje de la reina y solamente le devolvió un pensamiento: “tu capitán se ha ido, pero no te ha abandonado”.

La reina se quedó dormida, contemplando a la luna.

Mientras tanto, en algún rincón del mundo perdido, en algún lugar de un mar proceloso, enturbiado de dragones, repleto de nubes oscuras como la muerte, una suave brisa hizo un pequeño agujero en las nubes y la luna pudo asomarse y mandar un reflejo a un capitán que seguía navegando en un barco a la deriva, con unas velas rojas muy maltrechas y que no podían ya seguir un rumbo que ni el mismo capitán sabía.

El capitán, destrozado de amor y de muchas otras cosas, solo pudo contemplar la luna un momento. Entendió un mensaje que solo él podría interpretar porque otras muchas veces su luna había sido su confidente y mensajera y su mejor amiga.

Sus brazos despertaron, remendó como pudo las velas rojas de su barco, ató el timón, achicó un poco de agua, suficiente para seguir navegando, tiró por la borda sus inservibles pertenencias y puso rumbo a una isla que le llamaba.

En una noche fiel, con una luna solitaria como testigo, con el barco cerca de la playa, se encontró con su reina y solamente pudo decirle: Te amo.

No hubo reproches. No hubo preguntas. No hubo tampoco respuestas. Solamente un suspiro.

Y la luna sonrió y se retiró para no entorpecer con su luz y su presencia algo que sus amigos empezaban de nuevo.

Y la playa se quedó sola. Dos cuerpos y dos almas se amaron. El amanecer vino y los sorprendió inundados de sudor, de miradas, de caricias. Y quiso retrasarse para no estropear el momento, pero no pudo.  

Angel Lorenzana Alonso