Allí estaba. Observándome. Como siempre. Yo no lograba verla pero sabía con certeza que estaba allí. Todos los días, desde hacía ya más de tres años. A cualquier hora, del día o de la noche, yo sentía como esa loba estaba allí, espiándome, vigilando mis movimientos, esperando mis descuidos.

Tres años atrás, una manada de lobos estaba rodeando mi casa del bosque. A pesar de que la casa estaba construida con una alta cerca que la protegía, ellos intentaban recuperar ese trozo de bosque que les había sido arrebatado.

Al ver los lobos cogí mi escopeta y salí tras ellos. Uno trató de hacerme frente. No lo pensé. Le disparé. Su muerte fue llorada por el resto de la manada, especialmente por aquella loba que era su pareja. Desde entonces, la loba estaba siempre próxima a la cerca, aullando, amenazante, haciendo que yo notase su presencia. Y alguna vez, incluso, trató de entrar o de destruir la valla con sus patas y su boca.

Y, alguna otra vez, venía acompañada de sus cachorros. Pensaba yo si también, lo mismo que hizo su padre con Aníbal, la loba les habría hecho jurar su odio eterno hacia mi persona.

Yo sabía que, si me descuidaba, en cualquier momento ella acabaría conmigo. O yo con ella. Los recuerdos de los lobos protagonistas de los cuentos de Jack London me venían a la cabeza y acabaron por convencerme que aquella lucha solo acabaría con su muerte o con la mía. Por eso, yo procuraba estar con mi escopeta o muy cerca de la entrada de la casa.

Y por eso, ahora, solo en mi jardín, sin la escopeta y con un pie hecho astillas con una de las trampas que yo mismo había colocado, me sentía perdido. No podía correr y, arrastrándome, no llegaría a tiempo. El descuido y la confianza me iban a hacer que perdiera la partida.

Ella había hecho los mismos cálculos que yo: si saltaba pronto la valla, me habría ganado. Sus dientes ya relucían y en su boca se dibujaba una sonrisa.

No había tiempo que perder. Me fui arrastrando dejando un reguero de sangre, trepé los cinco escalones que me separaban de la puerta…

Allí estaba, con su hocico salivando, plantada delante de mí.

Ella había vencido.

Ángel Lorenzana Alonso

Relato publicado en verano de 2022 en “Versos a Oliegos”