Se acercó despacio, como quien no hace nada. Se apoyó en el árbol más cercano y, desde allí, me observó con sus ojitos un poco rasgados. Unos pasos más y estaba a mi lado, con una bella sonrisa dibujada en su cara. Y con un vestido rojo lleno de flores blancas.

  • ¿Cómo te llamas? – preguntó con un acento un tanto extraño pero que a mí me recordaba alguna cosa ya lejana.

Me quedé mirándola con aire de sorpresa. Sus ojos denotaban la alegría de sus apenas diez años y sus manos ya estaban jugueteando con mi bastón. Le dije mi nombre y me preguntó mi edad. Le dije mi edad y me preguntó dónde vivía. El interrogatorio parecía que no iba a tener fin pero, en un giro inesperado, empezó a contar su vida.

Dijo que tenía muchos años y yo me reí. Dijo que vivía muy pero que muy lejos. Y volví a reírme. Me comentó su nombre, pero era muy raro y no me atreví a pedirle que me lo repitiera.

Me habló de su familia, de una casa con jardín donde vivía con sus abuelos – que, según dijo, se parecían a mí, – de un perro lanudo que siempre estaba con ella pero que no podía salir de la casa porque era muy viejo, de un árbol cuyas ramas acariciaban el cielo y saludaban cada mañana a todos los pájaros que allí tenían sus nidos.

De la abuela que, dijo la niña, era mucho más vieja que ella. Y de su abuelo que andaba obsesionado con unos topos que estropeaban su jardín. Era una persecución implacable pero ineficaz.

Me dijo que ya no iba al colegio, cosa que me sorprendió. Habló de un viejo profesor que fue, durante muchos años a enseñarle cosas a su casa. Pero al colegio no le gustaba ir porque los compañeros le tenían envidia y no entendían que ella era más joven que ellos. Se lo explicó muchas veces pero no querían entenderlo: Ella era así.

Después hablamos de las nubes, de la luna, de los pájaros… Parecía entender de todo. Fue casi cuando estaba anocheciendo cuando me di cuenta que no había hablado de sus padres. Ni una sola palabra. No quise preguntar. En ese momento, pareció darse cuenta de lo tarde que era, dijo adiós y se marchó corriendo por entre los árboles del parque.

Yo, recientemente prejubilado antes de los sesenta, me levanté sin prisas de mi banco y me fui andando mientras contemplaba cómo la noche iba comiéndose a la tarde. Iba pensando en la niña vestida de rojo.

Los días siguientes, sentado en el mismo banco del mismo parque y pensando siempre en que quizás no hubiera debido jubilarme, sin nada que hacer durante todo el día, sin amigos todavía con quien pasar el tiempo, buscaba con la mirada a aquella niña pizpireta vestida de rojo. Ella me sonreía, me hablaba, me hacía feliz con su vida casi sin empezar estrellándose contra la mía, empezando ya su cuesta abajo. Pero la niña no apareció.

Incluso la busqué por el parque, pregunté y miré por si estaba con otros ancianos en otros bancos. No estaba. Pregunté en las casas cercanas pero nadie la había visto y nadie la conocía ni la había visto nunca. Casi llegué a pensar que la había soñado.

Indagué en el ayuntamiento – ésta es una ciudad pequeña – por si había casas como la que ella describía. Pero nada siquiera parecido. Rebusqué hasta en las hemerotecas, pregunté en los colegios, a los policías, a los taxistas y a los más viejos del lugar. También preguntaba, de vez en cuando, a los niños y niñas con que me encontraba. Su niña había desaparecido, o, lo que era aún peor, parecía no haber existido nunca.

Me  fui acostumbrando a mi vida de solitario. De vez en cuando, me juntaba con otros solitarios y hablábamos de la soledad. Todos los días, dos o tres veces cada tarde, pasaba por “mi” banco y echaba una mirada alrededor. Por si estaba. Y muchos días, cuando era más solitario todavía, me sentaba yo solo a ver atardecer, con la cada vez más vaga esperanza de que apareciera.

Y así fueron pasando los próximos diez años. Acababa de cumplir los setenta. Había organizado mi vida en torno a un no hacer nada y a un pensar demasiado. Nunca abandoné mi costumbre de pasar por el banco y pasar allí un buen rato. No olvidaba a aquella pequeñaja que un día, ya muy lejano, se había sentado a hablar conmigo.

No la vi acercarse. Su aspecto era el de siempre, con su cara y su cuerpo de casi los diez años. Su vestido también era el mismo. Y era exactamente igual su sonrisa. Se sentó a mi lado y dijo:

  • ¿Me habías echado de menos?

 

Ángel Lorenzana Alonso