Aquella casa sí que era grande. Y más si teníamos en cuenta el inmenso jardín que la rodeaba y la abrazaba. Todo verde, con miles de árboles y flores que la llenaban de colores. Con senderos sinuosos que te perdían y que te llenaban de aromas increíbles.
La casa era blanca y roja. Con tejados que caían unos sobre otros y con ventanas y balcones que llenaban sus paredes. Y con montones de esquinas que te hacían perder la orientación de sus fachadas. Los colores blancos y rojos ayudaban también a esa desubicación. Por dentro, habitaciones de distintos tamaños y formas, decoraciones varias en cada una y un montón de pasillos que se cruzan. Un extraño laberinto que todo el mundo dudaba si los propios dueños sabrían andar por él.
Pero lo que enseguida llamaba la atención eran sus cuatro puertas. Depende por dónde entraras y por qué parte del jardín llagaras a la casa. Lo más normal es que lo hicieras por la puerta grande del jardín: una gran reja que ocupaba todo el vano y que, con sus dos hojas de barrotes cruzados, se abría hacia dentro y permitía el acceso de todo tipo de coches y carruajes. Con su puerta más pequeña por si venías andando. Recorrías una parte del laberinto de senderos, siguiendo las indicaciones, y llegabas a la puerta principal después de subir unos cuantos escalones. Era la puerta por donde entraban y salían los señores de la casa y los familiares cercanos que pudieran venir de visita. Y, por supuesto, por allí entraba el perro, un bodeguero andaluz, hábil cazador de ratones, con media cara y oreja de cada color, dueño y señor de casa y jardín. Al menos, eso pensaba él.
Esta puerta principal era grande y de calidad. De madera sus dos hojas, de sequoia pardorrojiza por expreso capricho de la señora, con herrajes de forja hechos a mano y con modelos exclusivos. Todo ello sobre un marco con seguridad reforzada. La puerta hacía honor a los señores. Y a su perro bodeguero. Magistrado del Alto Tribunal del Reino y uno de los principales asesores de Su Majestad, el señor era un poco gordito, con barriga pronunciada y bigotito con puntas, apoyado en cayado romo con empuñadura dorada. Ocupaba la casa con su mujer y dos hijos también redondos y educados. Mujer más gorda que él, de alta alcurnia y riqueza, bajita de estatura pero alta de miras y de anhelos.
Más a la derecha, con los árboles más cerca de la entrada, estaba la puerta de la servidumbre. Mayordomos, criados, cocineros y señoritas de compañía, todos utilizaban esta segunda puerta. También era de madera noble aunque no tanto como la puerta principal. Era de roble, resistente pero bastante más estrecha y menos alta. El mayordomo, de considerable estatura, siempre agachaba un poco la cabeza, por si acaso. Era lo que querían los señores de la casa, una especie de Horcas Caudinas, de mostrar servidumbre para todos “sus” siervos. El mayordomo y el ama de llaves trataban de resistirse pero acabaron por doblegarse. “El magistrado es mucho magistrado” decían por lo bajo.
Al otro lado, a la izquierda de la principal, estaba la tercera puerta. Era de sapely, madera tropical muy resistente a la lluvia. Reservada únicamente para los invitados que llegaban en las numerosas fiestas que organizaban los señores. E, incluso entre estos invitados, los había que eran, o al menos eso se creían ellos, “más invitados que otros”. El más de los más era el señor gobernador. Toda su aspiración era poder entrar por la puerta principal. Pero por más adulaciones y lisonjas que hizo al magistrado, no lo consiguió. Tal ansia se debía más al deseo de su señora, la señora gobernadora. El resto de los invitados lo sobrellevaban con bastante dignidad y resignación.
“Cada mochuelo a su olivo” decía la señora magistrada cada vez que se planteaba la cuestión. Y la fiesta proseguía. Un día coincidieron en el salón principal de la casa, en el de las lámparas de Tiffany que tanto gustaban por su colorido, el señor magistrado, el señor gobernador y el mayordomo que les estaba sirviendo un vino especial. Cada uno se quejaba de la dureza de su trabajo y todos pensaban que el de los demás era mucho más cómodo y liviano. En esas estaban cuando apareció el gato, se paseó por el salón, buscó su sitio sobre la alfombra mullida y cerca de la chimenea y se puso a dormir. Todos se miraron y rieron.
Recordaron que el gato tenía su propia puerta que daba a la parte posterior del jardín. Era la cuarta puerta de aquella gran casa roja y blanca. No era muy esplendorosa pero era el único que tenía una puerta para él solo. Cuadrada, sin llaves ni cerradura. Ni siquiera el perro bodeguero se atrevía a acercarse a ella. Eso sí, el constructor había puesto en ella una aldaba dorada que al gato le encantaba.
Ángel Lorenzana Alonso