Casi agotó su caballo pero merecía la pena. Siempre soñó con ver el mar pero nunca se había atrevido. Quedaba demasiado lejos. Más allá de donde el sol desaparecía cada tarde, más allá de las grandes dunas y de las nubes de las montañas. El mar solo era un sueño del que se hablaba, una especie de espejismo que pocos de su aldea habían visto de verdad.

Cuando era niño, su abuelo le habló de él y le contó cómo las olas se subían unas encima de las otras. Le habló del color azul verdoso – ¿Cómo el cielo? Había preguntado él. Mucho más bonito, le había contestado -. Le dijo que la arena era distinta de la que tenían en el desierto que rodeaba su aldea y que, de vez en cuando, algún barco surcaba el horizonte. Y tuvo que explicarle cómo eran esos barcos.

Por eso, aquel día, preparó las cosas, aderezó su caballo y puso rumbo al poniente, siguiendo al sol. Atravesó las grandes dunas y a punto estuvo de darse la vuelta. Llegó a las montañas y pudo proveerse de agua y comida. Varios días estuvo para dar descanso a su caballo aprovechando la poca sombra y la poca hierba que encontraron.

El mar estaba más allá, le había dicho el abuelo, uno de los pocos que lo habían visto, ya hacía mucho, mucho tiempo. Y había logrado volver para contarlo. Él no pensaba volver. Quería ver el mar, ver los barcos, subirse a ellos, ver, incluso, lo que había más allá del mar. No volvería a ese mísero pueblo en medio del desierto. Nada tenía que hacer allí.

Miró cómo el sol se ocultaba a lo lejos. Allí debe estar el mar, pensó. Y preparó  la continuación del viaje para el día siguiente, a la primera hora, cuando viera la ruta del sol. Su aldea ya quedaba muy lejos. No volvería. Eso no.

Y, montado en su caballo, con el sol a su espalda, cruzó piedras y arena, subió y bajó montañas y dunas, con solo el sol como guía, con las reservas de agua y comida agotándose poco a poco y con el caballo ya demasiado cansado. Aquel atardecer se dejó caer en la arena, mirando las miles de estrellas en el cielo. Y se durmió.

Despertó agotado. Las estrellas aún no se habían marchado. El caballo estaba a su lado, ya despierto y levantado, acariciado por una suave brisa que revolvía sus crines y hacía que sus ojos no estuvieran abiertos del todo, todavía. Se oía como un murmullo que aquel viajero no podía identificar. El sol empezaba a iluminar el día aún antes de aparecer sobre el horizonte. Y, cosa extraña, un pájaro desconocido surcaba el amanecer.

Se levantó y preparó su caballo. Las dunas seguían rodeándole. El extraño murmullo seguía. Pensó en alguna caravana, o en algún oasis cercano. Intrigado cada vez más, decidió subir a la duna más alta, la que tapaba su visión hacia el poniente, hacia su destino.

Y lo vio. El mar estaba allí. Más majestuoso de lo que había imaginado. Era verdad lo de las olas: parecía que unas se subían encima de las otras. Pero, él se lo había imaginado de otra forma. No obstante, un escalofrío recorrió todo su cuerpo. No podía apartar su mirada de aquella inmensidad de agua, acostumbrado él a un pequeño oasis en medio del desierto.

Cogió el ronzal de su caballo, rodeó la duna y, casi al trote, llegaron a la playa, a una inmensa playa que rugía y lanzaba su murmullo por encima de la arena del desierto, a su espalda. Soltó al caballo que, un tanto asustado, retrocedió unos cuantos pasos. Él corrió hacia el agua. Una ola vino a su encuentro y le hizo retroceder hasta donde estaba su caballo. Y allí estuvieron los dos, mirando al mar. El pájaro que vieron el día anterior jugaba y saltaba entre las olas.

Sentado en la arena, con el caballo junto a él, siguieron mirando al agua, a las olas, al pájaro blanquecino, a la arena de la playa… Notaron que el agua se acercaba, cada vez más, a ellos. Tuvieron miedo. Y se retiraron al desierto… sin perder de vista al mar. No entendían por qué el mar venía a por ellos y por qué, después de un tiempo, empezó a moverse en el otro sentido. Por si acaso, montó su tienda un poco alejada del agua.

El sol empezó a descender y a dibujar un camino de luz por encima del agua. Fue entonces cuando la vio. Venía descalza por donde empezaba el mar, con una fina tela cubriendo su cuerpo. Su pelo, muy largo, se movía sobre su cara, empujado por la suave e incipiente brisa del atardecer. El sol dibujaba su larga sombra sobre la playa mojada.

Reprimió su deseo de correr hacia ella. Se limitó a mirarla, absorto en sus formas y en su belleza. La observó ir y venir por la playa. En un momento determinado, cuando ya el sol comenzaba a esconderse, la vio quitarse su ropa y meterse en el agua. Otra vez reprimió su deseo de ir hacia ella. Y se limitó a mirarla.

Cuando salió del mar, se puso sus ropas y se marchó. El hombre la siguió hasta una pequeña choza y se quedó a la puerta, esperando. Ella le dijo que entrara. Unos días después, volvió por su caballo, ambos montaron en él y cabalgaron hacia el norte, siguiendo la línea de la costa. Ella le contó que su pueblo la había abandonado cuando su pareja murió pescando.

Atravesaron la aldea y siguieron hasta llegar a la ciudad. Nadie les habló ni les socorrió. Eran extraños en un mundo desconocido.

Volvieron a montar en el caballo y siguieron el camino de un norte más prometedor, más extraño y más peligroso. Pero era un lugar, pensaron ellos, donde todos, y no solo ellos, eran extraños y solitarios.

 

Ángel Lorenzana Alonso