Me postré a tus pies cuando casi nadie lo hacía. Imploré tus gracias y abastecí de flores tu estatua cuando casi ningún humano recorría estas calles que llevan a ti.

Recé oraciones resumidas en plegarias y en lloros tratando de penetrar tu alma de piedra y hierro. Supliqué con preguntas poniendo interrogaciones en vez de acentos en cada una de mis palabras. Y, en silencio, traté de que te llegaran las voces de mi alma ennegrecida por las dudas de un cansancio atenazante y doblegador de injurias y penurias. Y, a voces, recordé tu nombre y te llevé en andas por las calles de mi imaginación de sueños y de esperanzas.

Y, aunque nunca me escuchaste, quise siempre ver en tu figura un halo de sabiduría que traspasaba la necedad de los hombres y mujeres de este reino.

Por eso, estuve a tu lado pensando que me escuchabas, creyendo que todo lo que yo soñaba llegaba a ti y tú lo convertías en realidades futuras para alegría de habitantes ineptos que nunca te habían hablado y nunca te habían escuchado.

Por eso mis súplicas iban dedicadas a tratar de remediar miserias ajenas, a tratar de que tú, omnipresente estatua de piedra, quisieras ver como yo y sentir como yo. Y querer como yo quiero a la gente de una ciudad abandonada a la repugnante tarea de no hacer nada y de creer que hacen algo por el simple hecho de levantarse cada día y de yacer cada noche en camas de sábanas aterciopeladas y perfumadas.

Para eso te traje las flores. Para eso te recordé en mis sueños y para eso enaltecí tu nombre. Para eso gasté mi vida. Y para eso mi pelo se volvió cano y ralo y mis pupilas vieron gastarse los colores de la mañana.

Quiero ahora recordarte, estatua de piedra, que con mi punzón de acero puedo quebrar tus pies y hacerte caer como cayeron otras. Quiero solamente decirte que no eres más que una pobre estatua plantada en una ciudad tan de piedra como tú misma. Quiero que veas el inmenso jardín que adornaba tu presencia y notes el paso de un tiempo que lo puede todo y que ha convertido las flores en espinas y el aire en suspiros nacarados y vacíos.

Nunca volveré a verte. Nunca repetiré errores que siempre me condujeron a conclusiones equivocadas. Nunca te pediré nada más, dado que nunca has hecho caso de mis ruegos. Quizá, en tu soberbia de tiempos inmortales y de inmovilidad casi perfecta, no llegues a sentir como yo ahora siento, ni llegues a poder pensar lo que estoy pensando.

Solo quiero implorarte, entre dudas crecientes y presentimientos de ácidos sonrojos, una última vez. Y será la última, créeme.

Solo quiero pedirte que limpies esta ciudad de las estatuas de piedra que, como tú, no sirven para nada.

Angel Lorenzana Alonso