Negra como boca de lobo, que decían en mi pueblo.

Era negra, con patas peludas y ojos saltones. Caminaba despacio, como  haciendo notar su presencia. Paraba de vez en cuando, solo para evaluar el posible peligro, y para coger impulso para una nueva carrera a través de aquel sucio patio de tierra y piedras.

Había abandonado la seguridad de aquella casa. Sus ocho patas, sincronizadas en una agilidad increíble, se decidieron a llevar su cuerpo hasta más allá de lo conocido. Atrás, en la oscuridad, quedaba la tela que tanto trabajo le había costado, Pero no quedaba más remedio, Tenía que arriesgarse en lo desconocido.

Un nuevo salto. Y, ahora, muy quieta en mitad de la nada. Un niño había entrado en el patio.

Ambos se miraron. No se sabría decir quién de los dos tenía más miedo. La araña miraba a aquel cuerpo extremadamente alto y deforme. El niño miraba a la araña y el pánico no le dejaba moverse.

El instinto arácnido fue el primero en reaccionar. Un salto hacia atrás y una carrera larga hasta la seguridad del cuarto oscuro. Ella ya estaba segura. El niño aún no se había movido.

Un paso atrás, otro cortito y otro un poco más largo. De repente, una carrera, sin mirar atrás, hasta el regazo de su madre. Las lágrimas cubrían toda su cara.

El patio se quedó vacío bajo los rayos de un sol que no tenía piedad. Nada se movía. La araña desistió de buscar un lugar más fresco para instalarse. El niño miró la puerta que daba al patio que comunicaba con la vieja casa del otro lado y buscó acomodo detrás de su madre. La madre, entre puntada y puntada, sentada a la sombre del portalón, no dejó de pensar en qué podía hacer con la vieja casa que solo servía para acumular bichos y suciedad.

Y no era la primera vez que las arañas se atrevían fuera de la casa. Cada vez se atrevían más. Cada vez insistían más en cruzar el patio y aventurarse hacia la otra casa. Ya recorrían el patio con casi total impunidad y, en alguna ocasión, se las vio al lado de la puerta de los humanos. El número de arañas aumentaba cada día y su valentía también.

Un día, incluso, la madre descubrió a su niño, sentado en el suelo de su habitación, rodeado de cinco arañas que le miraban. La madre cogió la escoba y corrió detrás de ellas. Dos se escaparon y huyeron a refugiarse en la otra casa.

Algo tendría que hacer. Pero no se atrevía. Las viejas leyendas que su abuela y su madre le habían contado estaban muy presentes en su cabeza. Hasta ahora, las arañas la habían dejado tranquila. Ellas estaban en su casa y apenas salían de allí. Y nunca se habían atrevido a entrar en la otra casa. Ahora, poco a poco, iban ocupando más espacio. Un espacio que no les pertenecía. Que nunca les había pertenecido. El pacto lo dejaba muy claro.

Contaba la abuela de su abuela que había oído contar la historia de la lucha que, hace tiempo, había tenido lugar entre hombres y arañas. Hubo muchos muertos entonces. El cura de la iglesia, por parte de los humanos, y un viejo demonio, por parte de las arañas, habían llegado a un acuerdo definitivo: la casa se repartiría en dos, con un patio entre ambas, un patio neutral que serviría de frontera.

Pero el cura y el viejo demonio habían muerto hacía ya muchos años y casi nadie se acordaba de ellos y de sus advertencias. Las generaciones más jóvenes de hombres y de arácnidos se habían ido olvidando y pensaban que aquellos pactos eran absurdos y que no tenían por qué cumplirlos. Sencillamente, no iban con ellos.

En alguna ocasión, varios niños se aventuraron en la casa oscura y quisieron prenderle fuego. En otras ocasiones, eran las jóvenes arañas las que se internaban en la casa de los humanos. Eran pequeños incidentes sin más importancia. Pero la tensión iba en aumento y los incidentes se sucedían casi todos los días.

Aquella madrugada, la madre fue a despertar a su niño. Las arañas habían invadido ya la habitación. Todo el suelo estaba cubierto por ellas y algunas, encabezadas por la araña negra de ojos saltones, estaban empezando a subir hasta la cuna.

Sus pisadas hicieron retumbar el suelo. Sus patadas alejaron a algunas, sus gritos hicieron llorar al pequeño y correr a las arañas. Cogió al niño en sus brazos, recorrió el largo pasillo que daba a la calle, con ya algunas arañas en él, y salió a la calle.

Dejó al niño en el suelo, entró de nuevo en la casa, descolgó una de las cortinas, la prendió fuego y la lanzó en medio de las arañas que inundaban ya casi toda la casa.

Mientras la casa ardía, se la oyó decir, calle abajo: “La guerra ha terminado”

Angel Lorenzana Alonso