View of the famous moon valley in Chile

El caballo fue aminorando el paso hasta pararse del todo en medio del alto. El camino seguía, ahora valle abajo, pero era diferente. El caballo volvió su mirada hasta encontrar a su amo que venía agarrado al pequeño carro para ayudarse a subir la cuesta. El hombre aquel miró al caballo preguntándose el porqué se había detenido. Después miró al nuevo valle por donde discurría el camino y lo comprendió: era un valle todo él de color marrón, sin hierba y sin árboles que hicieran mover sus hojas verdes. Todo era del color de la tierra seca.

Tomó al caballo de las riendas y comenzó la cuesta abajo. Bajaba siguiendo aquel camino, seco como el propio paisaje, que serpenteaba por la ladera del monte y que se hundía allá abajo, donde los ojos no llegaban siquiera a mirar.

Todo eran piedras y polvo. A los lados, algunos troncos, vacíos de ramaje, de algo que fueron árboles y que, ahora, solo eran recuerdos muertos que hacían juego con el entorno y que recordaban a algo parecido a la vida de otros tiempos. Pájaros tampoco aparecían. Algún cuervo negro surcaba el cielo allá en lo alto. Parecía que no tenían demasiado interés en conocer lo que había allá abajo. O, es posible, que lo conocieran demasiado y por eso no quisieran acercarse.

El camino seguía bajando. El carro no se atrevía a hacer demasiado ruido. El caballo seguía al paso, despacito, como para no molestar, mientras volvía la cabeza a uno y otro lado para no dejarse sorprender. El hombre iba delante del caballo para darle confianza, pensaba, con un viejo sombrero calado hasta las cejas y que impedía que el sol llegara hasta sus ojos. El sol pegaba fuerte a estas horas de la mañana y aplanaba todo lo que estuviera debajo.

Una curva, otra, un paso entre rocas. Aún no se veía el fondo del valle. Parecía que hacía menos calor. Quizá fuera porque el sol no se atreviera a bajar tanto, o porque su fuerza se apagaba a medida que bajaban. Hombre y caballo seguían, a paso lento pero seguido. Querían llegar a algún pueblo, seguro que alguno habría en el valle, dónde pudieran comer algo y beber un poco de agua en algún reguero que encontraran.

De vez en cuando, el caballo miraba a su dueño, sacudía la cabeza e intentaba pararse. El hombre tiraba del ronzal y le obligaba a seguir aunque a él tampoco le gustara demasiado. No acababa de ver las casas y ningún ser vivo se había cruzado con ellos. Tampoco se les había visto a los lados del camino ni había rastro de ellos. Ni huertos, ni campos arados. Solo rocas, polvo y un camino que no acababa.

Ya estaban abajo. Solo unas ruinas de lo que fue un pequeño pueblo. Algún tronco seco y un estrecho lecho reseco y vacío de lo que pudo ser un reguero. Pero, de hacía demasiado tiempo. El camino atravesó los cuatro muros derruidos, cruzó un puente sin agua y empezó a subir la ladera del lado contrario del valle. Dos cuervos, uno a cada lado del camino, graznaban y avizoraban a la salida del pueblo. Cambiaron de rama cuando el carro pasaba y siguieron su sórdida vigilancia. Examinaban y custodiaban la curva en que los muros cesaban y en que el terreno volvía a inclinarse para empezar una cuesta arriba, con aguda pendiente, que parecía dirigirse a la cima de las montañas.

El caballo resoplaba aún antes de empezar. El hombre miraba las montañas, y miraba a su carro y su caballo. Y comenzó a subir. El ronzal se tensó y forzó al caballo a caminar, muy a su pesar.

La pendiente era fuerte, las curvas pronunciadas y los precipicios amenazantes. El paso era lento en las zonas de sol y alguna parada, a la sombra, permitía descansar un poco. El camino se alargaba, las ruinas del pueblo ya no se veían y el final de la cuesta quedaba aún demasiado lejos.

En un recodo, cuando el camino apenas permitía el paso del carro, encontraron al anciano. Estaba sentado, en cuclillas, en mitad del paso. El caballo se paró sin saber qué hacer. Todos se miraban y nadie decía nada. Después de unos minutos, el viejo se levantó y dijo:

– ¿Qué hacéis aquí?

– Vamos solo de paso. – contestó el hombre del carro.

El anciano los examinó a conciencia. Miró al caballo y el caballo se estremeció. El hombre hizo ademán de seguir pero algo se lo impedía.

– ¿No tenéis miedo del “Incidente”?

– Hace mucho de eso y sucedió allá lejos, al principio del valle.

– ¿Y esto que estáis viendo? – dijo el viejo señalando a su alrededor. – No queda nada. Solo tierra vacía. Y es muy peligroso estar por aquí. Solo mi serpiente y yo somos inmunes… Por cierto… ¿Habéis visto a mi serpiente?

Y se hizo a un lado, buscando por el suelo. El hombre y el caballo aprovecharon para pasar y seguir su camino.

Apresuraron el paso a pesar de la cuesta. “Vámonos pronto” le dijo al caballo y casi empezó a correr. Se sucedían las curvas y el sol caminaba hacia su ocaso. Estaban casi arriba. Este maldito valle quedaría atrás y nunca más volverían por allí.

A punto de coronar, vieron la serpiente. Reptaba cansada tratando de escapar del valle. No lo dudó el hombre. Ella pertenecía al anciano y al valle mismo. Con su cayado, cogió a la serpiente y la lanzó al precipicio. No podía dejar que infectara al valle siguiente.

Pasado el alto, culminado el paso del valle, hombre y caballo se tumbaron bajo un gran árbol y bebieron de la fuente que manaba.

El sol ya se estaba ocultando.

 

Ángel Lorenzana Alonso