Estaba harto de ver a su sombra siempre pegada a él. Y casi siempre arrastrada por el suelo. Pensó muchas veces si le servía para algo y siempre llegó a la misma conclusión: para nada. Y, por tanto, no la quería para nada. Era feliz esos días de niebla y de cielos nublados en que no la veía. Qué maravilla!

Su mujer, más tradicional y respetuosa que él, le insistía siempre que una sombra es una sombra y que no tenía que darle tanta importancia. Y, con mayor sabiduría y con más sentido común que él, quería hacerle ver el papel superfluo que podía tener la sombra y que, si no la quería, que no fuera por el sol. Pero él, cabezón y tozudo como él solo, seguía insistiendo en que no la quería.

Por todo eso y por más, cuando aquel hombre que encontró en la plaza le prometió que podía quitarle la sombra, accedió de inmediato. Tuvieron que negociar duro, eso sí, pues no era cuestión baladí el quedarse sin sombra. Por fin, llegaron a un acuerdo: ochenta monedas de un real, una casa grande en las afueras y una renta mensual de treinta monedas. A cambio, le quitaba la sombra para toda la vida. No valía, después, el volverse atrás. Se quedaría sin ese estorbo innecesario y,  a cambio, una buena renta. Más no podía pedir. En ese acuerdo, su mujer estaba bastante de acuerdo.

En los primeros tiempos, a veces la veía por la ciudad, colgada de alguna persona o sola, buscando a quién arrimarse. Él estaba feliz sin ella, sin tener que preocuparse de si la pisaba o no. A veces, lo comentaba con otros amigos pero ninguno quiso hacer el mismo negocio que hizo él. Todos tenían su propia sombra, sin preocuparse mucho de ella. A algunos, los más solitarios e introvertidos, incluso, en ocasiones, los vieron hablando con ella.

Fueron pasando los años. Ni se acordaba ya de ella. Sus amigos se fueron marchando: unos se fueron a vivir lejos, otros se murieron y otros dejaron de ser amigos. Cada uno se fue llevándose su sombra. Él seguía separado de la suya aunque, de vez en cuando, la veía por la ciudad. Su mujer le recordaba a menudo que quizá no hubiera sido tan buena idea el venderla, porque desde entonces, veía a su marido más pesaroso y de peor mal humor.

Y es verdad que también él la echaba un poco de menos. A medida que pasaba el tiempo, a medida que las personas queridas se iban marchando, a veces miraba a su alrededor, buscándola.

Buscó al hombre que se la había comprado y trató de negociar su vuelta. El comprador le enseñó los términos del contrato, de su contrato: no valía ya volverse atrás. Lo hecho, hecho estaba. Lo único, dijo el comprador, sería el hacer un nuevo contrato: le vendería la sombra a cambio de todas las monedas que le había ido entregando a lo largo de los años, más las ochenta monedas y más el doble del valor de la casa entregada. Y una indemnización de cuatrocientas monedas por el incumplimiento del contrato anterior. La sombra le sería entregada solo en concepto de préstamo y volvería a quitársela cuando él muriera.

Después de pensarlo un tiempo, accedió. La bromita le había salido un poco cara. Y, total, se vivía lo mismo con sombra que sin sombra. Es más, ahora que la tenía otra vez a su vera, parecía que se sentía más acompañado.

No tardó mucho, no obstante, en darse cuenta de que esta sombra de ahora era un poco diferente de la otra. Y alguna vez pensó que si sería la misma u otra diferente. Trató de buscar las posibles diferencias – ¿era un poco más oscura? ¿quizá un poco más alargada?- pero no acababa de verlo demasiado claro. E, incluso, algunos días de sol, parecía como si tardara un poco más en acoplarse a él. Hasta su mujer la miraba un poco de reojo y su perro no se atrevía ni a pisarla. Rápidamente se ponía para el otro lado.

Pero tampoco le daba demasiada importancia. Se acostumbró a ir con ella a todas partes y, en algunas ocasiones, hasta hablaba con ella. Se arrepentía de haberla vendido pero aquello era cosa del pasado. Ahora, la volvía a tener pegada a sus pies. Y eso era lo importante.

Un cierto día, la vio hablando con el comprador de sombras pero no pudo entender lo que decían. La sombra vino hacia él con un montón de monedas en la mano. Le dijo “adiós” y se marchó cantando.

El comprador le miraba, sonriendo. Su sombra acababa de venderle a él.

 

Angel Lorenzana Alonso