No le faltaba mucho para acabar su trabajo de fin de curso. Le había comentado su abuelo que mirara en la vieja biblioteca por si encontraba algún libro que le sirviera. En eso andaba, repasando los títulos de los libros que, casi todos cubiertos de polvo, guardaba su abuelo en aquella biblioteca que, muy de tarde en tarde, el viejo consultaba.

No lo vio la primera vez. Pero el título se quedó en su memoria y volvió por él. Para nada tenía que ver con lo que andaba buscando pero… “Cinco” se titulaba.

Lo dejó aparte, sobre la mesa, y siguió su búsqueda. Nada le servía. Al marchar, casi había olvidado el libro y tuvo que volver por él. No sabía cómo ni por qué pero aquel libro le intrigaba.

Llegó a su casa y lo primero que hizo fue buscar el volumen en su ordenador. Ni rastro del título ni del autor. Y ello aumentó su curiosidad. Llamó a su abuelo pero tampoco él lo conocía ni sabía cómo había llegado a su biblioteca. Más interés si cabe.

Empezó a ojearlo y a leer las primeras líneas. Parecía una novela normal y corriente. Una novela con 55 cortos capítulos. Cada capítulo tenía solamente diez páginas. Era la historia de una joven que pierde su alegría y se abandona en el desierto de la vida hasta que encuentra, al cabo de cinco años, a un salvador que le devuelve las ganas de vivir. Al final, todos felices. Como novela, poco nuevo añadía a otras del mismo estilo. Lo que le llamó la atención era el estilo y la forma en que estaba escrita. Muy cuidadas las palabras y las expresiones. Al ir leyendo, tu mente parecía flotar por encima del texto y te empujaba a seguir. La historia, no demasiado original, te envolvía y te llevaba hasta un final previsible y feliz.

No obstante, el último capítulo insinuaba otros finales y te conminaba a seguirlos. Y te daba pistas para seguir otros caminos. Un número parecía ser la clave de todo: el cinco.

El muchacho se paró a pensar. Miraba al libro, volvía a ojear las páginas pero no veía nada raro. ¿Qué significaba el cinco? Miró en la página cinco: era normal y no tenía nada de raro. Buscó más cincos y fue cuando se fijó en que eran 55 capítulos. Leyó con más atención aquellos capítulos que tenían algún cinco. Empezó por el 50, después por el 45. Es verdad que parecía que hablaban de “otra” historia. O de la misma historia pero contada de otra forma. Empezó por la página cinco y continuó solo por las páginas que tenían cincos: cinco, quince, veinticinco… todo era distinto así. También bastante insulsa la historia, pero diferente. Y el final ya no era tan previsible.

La intriga se apoderó de él, “Es preciso actuar con lógica”, se dijo.

Después de un buen rato pensando, volvió a coger el libro. Se plantó en el capítulo cinco y volvió a leerlo despacio. Pasó al capítulo diez. La historia continuaba. Leyó el quince. Leídos así, seguidos, parecía que insinuaban una historia intrigante, llena de amenazas y advertencias para el lector. Y así continuaba, cada vez más explícitas, en los capítulos veinte, veinticinco, treinta, etc. Era otra cosa cuando leías solamente los capítulos, cada cinco. Parecía una novela distinta. Y aterradora. Siniestra y preocupante para el lector.

Probó a leer, desde el principio, pero solo cada cinco palabras. La narración era perfectamente legible, pero el contenido total era bastante distinto. Una bella historia, muy divertida, sorprendía realmente al lector. En alguna ocasión se perdía al contar las palabras y el hilo se perdía también. Había que volver a la palabra equivocada.

Alguna vez no encontró el éxito: probó a leer solo las palabras acentuadas, o cada cinco líneas, u otras muchas combinaciones teniendo en cuenta siempre el número cinco. En la mayoría de ellas la cosa no funcionaba.

Se sorprendió gratamente cuando probó a leer cada cinco párrafos. Una bellísima historia amorosa, llena de seres fantásticos. Hadas, unicornios, brujas buenas y malas, princesas y príncipes encantados o no, palacios y castillos, reinas enjoyadas y bellos caballos y caballeros.

Y probó cada cinco líneas, pero sin éxito.

Siguió probando y probando. Estaba casi seguro de que faltaba una historia por descubrir. No podía ser de otra forma. Llevaba leídos solamente cuatro relatos: con cincos, cada cinco capítulos, cada cinco palabras y cada cinco párrafos. Pero faltaba una. Tenían que ser cinco historias también. ¿O es que, se le ocurrió, había que contar también la lectura del libro completo, tal como se hacía con cualquier libro “normal”? Probablemente no, pero podía ser. Nada era imposible, por lo que parecía, en este libro.

Y se propuso seguir buscando. Por otra parte, le preocupaba lo que insinuaba en la lectura de “cada cinco capítulos”: intrigas, muertes y desgracias, amenazas y misterios. ¿Por qué?¿A qué venía aquello?

Guardó el libro y descansó. Estaba a punto de volverse loco. Se había olvidado por completo de su trabajo y solamente pensaba en el libro. Su abuelo no quería saber nada del asunto.

Habían pasado más de dos meses y el libro seguía en su cabeza. Un día, corrió a la casa del abuelo, alborozado. Se sentó con el cerca de la chimenea, en el salón y le comentó que había descubierto la última historia. Había que leer el libro cada cinco páginas. Y la narración relataba el final del libro y el final de todo aquel que leyera las cinco lecturas.

El abuelo le pidió el libro, lo miró por todos lados y lo arrojó a la chimenea. Mientras se quemaba, un humo negro inundó la casa. El abuelo pudo salir pero no pudo salvar a su nieto que intentaba, en vano, salvar el libro.

 

Ángel Lorenzana Alonso