La risa de la tarde se dejó llevar por las lágrimas de una lluvia que reflejaba los últimos rayos en el azul plomizo de la nube cercana. La paz de un otoño que acababa se tornaba gris en medio de rojos atormentados de atardeceres tardíos.

La silueta de su sombra vibró como pidiendo pararse en mitad de la nada. Mientras tanto, su boca reseca reclamaba agua que pudiera colmar sus anhelos. Su corazón cansado recogió la última ráfaga del pequeño viento que rondaba la puesta de sol. Y sus manos, agrietadas de trabajo y sudor reseco de cosechas sin recoger, se apretaron en los bolsillos de su pantalón de pana.

Se paró en medio del ocaso. Miró al cielo al tiempo que las gotas de lluvia empezaban a caer. Se dejó mojar y el agua, casi fría, resbaló hasta su boca. A su lado, su perro negro, compañero de una y mil andanzas en pos de no se sabe qué, tiró de su viejo pantalón como indicando que siguieran caminando. Pero ambos comprendieron la necedad de seguir adelante cuando ni siquiera el lejano horizonte sirve de meta.

Miró hacia delante y solo vio el inmenso camino que le quedaba por recorrer. Un camino que no acababa nunca porque nunca sabría cuando debía pararse y en dónde detener su huida. Miró atrás, a su tierra, ya casi lejana, más lejana en el tiempo que en la distancia. Miró a su perro como arrepintiéndose de haberle metido en esta aventura sin sentido ninguno. Pero lo necesitaba. Necesitaba que alguien, que no preguntara mas que con la mirada, le animara cuando, como ahora, la esperanza se iba con la escarcha helada de una noche que empezaba a madurar.

Cansado, agobiado por la carcoma de los años que se iba metiendo en su interior como las raíces que se cuelan en los muros antiguos, se sentó. Acarició a su viejo perro que le miraba sin entender nada, pasó su mano por su frente, peinó su pelo que ya empezaba a encanecer. Suspiró hondo, bajó los brazos, se relajó y empezó a llorar.

Lloraba por su vida pasada que apenas si había servido para marcarle arrugas y heridas que nunca se olvidarían. Lloraba por su presente, que no era nada. Lloraba por un futuro que nadie se creía, pues más allá del horizonte no había nada. Pero, sobre todo, lloraba por la mediocridad torcida de miles de esperanzas frustradas, por las compañías que nunca fueron compañías sino interesados avatares de otros seres hambrientos de codicia, por las canciones que nunca terminaron de cantarse porque algún vanidoso cantante las incorporó a su repertorio, por las penas que no sirvieron para mitigar dolores sino para acuciarlos haciendo sangrar las heridas casi cicatrizadas.

Lloraba porque ya no le quedaba otra cosa que hacer. Sin presente, sin futuro, sin manos a las que agarrarse, sin dioses que le prometieran vidas mejores. Lloraba para que las lágrimas purificaran en lo posible sus malos pensamientos.

Cuando ella apareció, desdibujada por los sollozos, y le agarró la mano para levantarlo del suelo, se dejó llevar más por inercias de agotados pensamientos que por interés en ser llevado. Cuando ella trató de animarle con su voz de suave tono aterciopelado de promesas de amores, se dejó mover por las ondulaciones, pero su cuerpo y su alma quedaron vacías.

La aparición duró lo que dura un pensamiento. Supo que sólo lo había imaginado, que no había mas que sueños en su cabeza, que el mundo rodaba de forma distinta a como el rodaba y que los carros de la vida no llevaban mas que frutas podridas de envidias, de rencores, de mentiras. Un mundo regido por repolludos hombres de trajes grises y repolludas mujeres de peinados rubios y ensortijados. Un mundo vacío, como su esperanza.

Se levantó una vez más, se secó las lágrimas, llamó a su perro y siguió caminando en la noche, en pos de una montaña que le sirviera de guía, de una estrella que no pudiera traicionarle, de un valle que sustentara sus viejos huesos y de una caricia que no pidiera mas que ser correspondida.

Angel Lorenzana Alonso