Madrugó el jinete negro para ver la luna reflejada en la arena. Acarició a su caballo, viejo como él mismo, alazán de siglos de existencia y de mansedumbre. Recogió las crines con sus manos, tocó su frente negra, acarició su lomo y le dio unos buenos días de compañero y amigo.

Madrugó el jinete negro, cabalgó por dunas y mares infinitos, mares sin agua, mares mecidos por un tiempo atormentado de idas y venidas, mares llenos de polvo de rocas destruidas por la monotonía de los días de calentura, mares vivos, a pesar de todo. Cabalgó en pos de imposibles mañanas. Subió y bajó con la arena, meciéndose en ella, acurrucándose y dejándose llevar por el viento del desierto.

 Madrugó el jinete negro esperando que esta mañana de invierno surgiera en él la esperanza. Rememoró tiempos no lejanos en que cabalgaba en otros mares, de hierba verde como el mar, de árboles creciendo en pos del cielo, con nubes en el horizonte y con gotas de lluvia cayendo de vez en cuando. Pero, a pesar de su madrugada, solamente la arena vino a sus ojos, casi resquebrajados de mirar el dolor de la tierra abrasada.

Jinete de ropa negra sobre caballo negro que cabalga rumbo al tiempo de negro recuerdo. Jinete negro, caballo negro de tanto envolver esperanzas, de tanto cabalgar la nada en madrugadas inútiles, tratando de cambiar la vida, tratando de volver atrás, de deshacer lo hecho, de remendar trayectorias ajenas y propias, de rehacer lo imposible para una posible vida. Tratando de enmendar el tiempo cuando el tiempo nunca vuelve.

Recordó el jinete negro cuando el cielo azul reflejaba colores en prados y en montañas, en la nieve blanca y en el mar de mil tonos. Recordó aquellos días en que los hombres torcieron el rumbo tratando de ser dioses sin ser más que pobres imbéciles carentes de razón. Aquel funesto día en que rompieron equilibrios de siglos, en que miraron a la riqueza de un presente en vez de mirar el arco iris del mañana, en que sus apetencias y su nula sabiduría se mezclaron con la falta de vergüenza. Aquel día en que acabaron con todo, sumiendo a sus semejantes y a los demás en un macabro devenir de arena y sol. Los escorpiones de este desierto por el que ahora cabalga el jinete negro, tienen un templo en mitad de la arena para adorar a unos orondos ineptos que permitieron su bonanza y su prosperidad nunca soñada.

El jinete paró en mitad de la arena. El sol estaba expandiendo su rencor acumulado por un campo desnudo. El valle, ahora apenas dibujado, devolvió el calor y envolvió al jinete y su caballo, quietos en un pequeño saliente de roca. La piedra quemaba los cascos de un caballo piafante y deseoso de abandonar la solana que se venía.

Estaban allí, caballo y jinete envueltos en negro y sol. Mirando al cielo, apenas quiso entrever una pequeña gota de lluvia. No se lo creyó. Pero otra gota vino a posarse en su cara reseca. Y otra… y otra más. Caballo y jinete miraron arriba, se miraron entre ellos y miraron como se mojaba la arena poco a poco.

El jinete galopó sonriendo por primera vez en muchos años. Después de tanta espera, la lluvia le pilló desprevenido. Después de tantos y tantos años, un pequeño halo de esperanza iluminó su cara.

Y caballo y jinete, jinete negro sobre caballo negro, marcharon rumbo al horizonte. Atrás, en el pequeño valle, en lo hondo de la arena, una pequeña hierba comenzó a germinar.

Angel Lorenzana Alonso