La señora Marcelina me contó, la otra noche, un cuento que le había contado su madre cuando ella era muy pequeña. No entendí por qué me lo contaba hasta unos días después.

“En un viejo jardín, tan viejo como el propio tiempo que no se detiene, había un rosal que todas las primaveras adornaba sus espinas con las rosas rojas más preciosas. Diez fueron las que nacieron aquel año. Y las diez abrieron sus capullos a la luz, se vistieron de pasión y sangre, dejaron que el aire las moviera y que las abejas de las colmenas cercanas chuparan su néctar y arrastraran su semilla entre los pétalos de otras rosas. Las diez rosas rojas vivieron intensamente su vida, poco a poco se fueron marchitando y algunas adornaron jarrones en los salones de sus señores. Habían cumplido su misión.

Cuando ya todas habían adornado el jardín, en una esquina del rosal comenzó a fraguarse el nacimiento de una nueva rosa. Fue creciendo poco a poco, formó su capullo y abrió sus pétalos al sol. Para sorpresa suya y de sus hermanas, los pétalos no se cubrieron de rojo y siguieron verdes como el tallo, verdes como la hierba, verdes aún de esperanza incierta y turbadora. Pero verdes, como las hojas que la rodeaban. Sus hermanas, las rosas rojas, la miraron y se burlaron de ella. Hasta el propio rosal la miraba avergonzado. Creció más que ninguna otra rosa, sus formas eran perfectas, su tallo esbelto, su cuerpo suave y redondeado, estilizadas sus aristas. Se bañó del sol de primavera, estiró sus encantos, pero ninguna abeja se posó sobre ella. Y como estaba en una esquina del rosal, ni siguiera el viento lograba moverla demasiado. Su simiente se quedó con ella.

Sus hermanas fueron muriendo y dejando sus tallos desnudos. El viejo rosal fue derramando sus hojas, secando sus espinas y retornando a su color marrón preparándose para el largo invierno.

La rosa verde quedó sola durante mucho tiempo, esperando. Esperando siempre. Y un día, ya casi entrado el otoño, murió mientras esperaba, sola, verde aún, con su polen intacto y sus pétalos abiertos al aire y al sol. Casi nadie se dio cuenta de su muerte.”

Ayer murió la señora Marcelina, sola en su habitación de su pequeño pueblo de donde casi nunca había salido. Toda su familia había muerto ya hace tiempo pero ella siguió mezclada con la tierra parda, recorriendo caminos arañando hierbas, negra del sol como negras sus ropas del luto infinito desde la muerte de su madre. Como la rosa verde de su cuento, ninguna abeja llamó a su puerta ni tocó sus pétalos, ningún viento tórrido sembró de dudas su corazón que se fue ajando con el simple paso de los años de soledad.

Recordé su cuento, deposité un beso en su frente arrugada mientras una lágrima se escapó rodando por mi cara.

Angel Lorenzana Alonso