No era una bruja como las demás. En apariencia, si. Pero en el fondo, muy dentro en el fondo, esta bruja no era igual. Por fuera, solo su sombrero era diferente. Se había empeñado en llevar siempre un sombrero colorado. No le gustaba vestir de negro como hacían todas las brujas desde siempre. Ella tenía que ser diferente.

Por lo demás, era igual que todas. Hacía los mismos conjuros y los mismos hechizos que todas, acudía siempre a las reuniones de brujería del ayuntamiento y, por las noches, volaba con su escoba a la luz de la luna.

Por eso, cuando aquella niña fue a preguntarle lo que tenía que hacer para ser bruja, ella le contestó, para quitársela de en medio:

  • Lo primero es comprarte un sombrero. Da igual el color, pero tiene que ser puntiagudo. Y después, ya te iré diciendo.

La niña se marchó muy contenta y fue a contárselo a su mamá. La madre se enfadó muchísimo y le prohibió tajantemente hablar con la bruja. Pero la niña, tozuda y caprichosa, insistía cada día, y casi cada hora, en su deseo de ser bruja.

Un día, cansada la madre, se marchó a ver a la bruja. Ésta la recibió muy entusiasta y le dijo que no se preocupara demasiado por su hija, que eran cosas pasajeras y de niños. Pero dijo también algo que alarmó a la madre. “Las brujas no lo son por ponerse un sombrero y una escoba, sino porque hacen un pacto con el diablo en un aquelarre nocturno. Lo demás son meras hechicerías que no van a ningún lado”.

Acabó por comprarle un sombrero verde a la niña que, muy contenta, corría por la calle diciendo: “soy una bruja, soy una bruja”. Y empezó a buscar sapos y ranas en las charcas y a correr montada en una escoba de su madre. Era feliz.

Visitaba de vez en cuando a la bruja del sombrero colorado, charlaban y la niña se interesaba por los conjuros y fórmulas mágicas que había que aplicar, sobre todo por aquellas que servían para fastidiar a los chicos y chicas que se burlaban de ella. La bruja le enseñaba pequeños e inocentes trucos de magia pero la niña quería saber cómo destripar los sapos y cómo invocar a los diablos y los espíritus. Nada de eso le enseñó la bruja por mucho que la niña insistiese aunque ésta se fijaba bien en los potingues que la bruja revolvía sin cesar.

Por la noche, la niña se escapaba a observar a la bruja: cómo montaba en la escoba, cómo recitaba versos o cómo bailaba en las noches de luna llena. Y algunas noches jugaba con los pajarracos que venían a ver a la bruja. Los búhos eran los que más gracia le hacían.

Una noche se escabulló hasta el bosque y observó la hoguera y el aquelarre. Tanto la impresionó y tan absorta estaba que el vuelo de un simple pájaro la hizo saltar y correr hasta su casa. Se metió vestida en la cama pero no pudo dormir. Por la mañana, un poco antes de amanecer, volvió a acercarse a la hoguera. Todas las brujas se habían ido ya, el fuego casi no existía y solamente un viejo y una cabra cornuda permanecían al calor de la lumbre.

La niña creció y su interés por la brujería también. Leyó libros, practicó conjuros y hechizos y asistía, clandestinamente, a las reuniones y aquelarres en el bosque. La bruja del sombrero colorado seguía siendo su amiga pero nunca fue con ella a estas cosas.

En una ocasión leyó que eran los ungüentos de los sapos los que hacían volar a las brujas. Y lo intentó todo aunque fue en vano. Incluso le preguntó a su amiga la bruja que le contestó que eso eran tonterías.

Tanto se empeñó la joven en participar en los aquelarres que la bruja del sombrero colorado, con permiso de sus superioras, la llevó. Bailó y cantó hasta quedar agotada. Y hasta el diablo vino a felicitarla.

A partir de entonces, se rodeó de ratas, arañas y sapos. Tenía un gato negro que siempre la acompañaba y dormía con un búho en la cabecera de su cama. Por la calle siempre llevaba el sombrero puntiagudo de color verde y la escoba de su madre.

Por su parte, la bruja del sombrero colorado seguía con su vida normal: conjuros y hechizos, sus paseos por el bosque, aquelarres y vuelos en escoba. Los encargos para maleficios y enamoramientos era lo más habitual. Cuando el tiempo se lo permitía, ayudaba y adiestraba a la niña, ya casi mujer, en las artes de la brujería. Sería su heredera y convenía que estuviera bien preparada. Preparaban juntas los hechizos, escogían las plantas y animales más adecuados y daban largos paseos para ver y conocer a otras brujas que vivían cerca.

Siempre llamaban la atención por sus coloridos sombreros. Las brujas de sombrero negro murmuraban y se reían tapándose la boca con las manos. Hasta que un día, una joven bruja llegó a la reunión con un sombrero amarillo y azul. Todas las brujas quedaron atónitas e hicieron la señal de la cruz al revés con sus huesudas manos.

“Esto ya no es lo que era”, dijo la bruja más vieja. Y escapó montada en una escoba color de rosa.

 

Ángel Lorenzana Alonso