Habían comprado aquella casa hace apenas unos días. Decir casa era decir demasiado dado el estado en que se encontraba. Dos paredes semiderruidas, un suelo que solo conservaba cuatro baldosas rotas y una pequeña ventana de madera que apenas se sostenía.

Era todo lo que quedaba de lo que fue una bella mansión, grandiosa y preciosa como pocas, construida para solaz de un matrimonio y dos hijos que no querían estar inmersos en el ruido incesante de la ciudad próxima. Un amplio jardín rodeaba la casa. Árboles grandiosos lo poblaban y servían de hábitat para un buen número de pájaros.

La casa se había construido partiendo de las ruinas de un viejo castillo. De este castillo ya no quedaba nada. Solamente una gran piedra en el medio de la finca que, según las leyendas, guardaba el acceso a una cripta que nadie había visto. Solo leyendas y murmullos sobre una familia caída en desgracia, ya hacía mucho tiempo, tanto como el castillo que allí se levantaba desde los primeros años de la Edad Media. Altas torres, grandes muros y bellas almenas. Y majestuosos patios y salones. Pero eran solo leyendas. Nada recordaba ni hacía pensar en aquello.

Decían que todo fue destruido en una sola noche. Las llamas, en medio de una feroz tormenta, acabaron con todo. Un fuerte terremoto acabó por sepultar lo poco que había quedado. Contaban los escritos que toda la familia desapareció, víctima de sus pecados, junto con el castillo, los árboles y las caballerías. Solamente la gran piedra quedó. Sola, en el medio, testigo callado de lo que había sido. Una extraña inscripción en su base añadía más misterio a lo ocurrido,

Sabedores de la historia, y quizás por eso mismo, el nuevo propietario había decidido construir allí mismo su residencia. Se dice que el primer día que visitó el lugar, encima de la piedra estaba un anciano de barba gris que desapareció cuando iba a preguntarle quien era. Aunque habló con todas las gentes de la zona, nadie supo decirle nada. Nadie lo conocía, ni lo había visto nunca ni había oído hablar de él siquiera.

Solamente un niño de unos diez años dijo haber estado hablando varias veces con él. Dijo que el viejo le había contado que era el guardián de la cripta, pero no quiso enseñársela. Y tampoco quiso decirle el significado de la antigua inscripción de la piedra.

Unos días más tarde, volvió el nuevo propietario para tomar medidas exactas, estudiar las orientaciones de las futuras estancias, ver las proporciones y hacerse una mejor idea de lo que él tenía proyectado. Dio vueltas a la piedra y se preguntó si sería mejor moverla o dejarla donde estaba como un elemento más de la decoración. Y fue entonces cuando vio la inscripción. Parecía que era latín.

cave ab antiquis insanis furiis

leyó, aunque la última palabra no estaba muy clara. Y tradujo mentalmente:

guárdate de las viejas furias enloquecidas

basándose en sus conocimientos de cuando era más joven. La advertencia era clara. Creyó recordar la antigua mitología, pero guardó la frase para estudiarla mejor en casa con ayuda de su ordenador. Allí estaban. Eran, como creía recordar, las furias las que aplicaban el castigo divino cuando los crímenes eran cometidos contra la familia propia.

¿Qué había pasado allí? La frase le recordó las leyendas que se contaban sobre la familia caída en desgracia cuando aún se levantaba el castillo. Y nadie decía nada de los propietarios anteriores cuyos hijos murieron en muy extrañas circunstancias.

Volvió para examinar la piedra y pidió ayuda para moverla. Vano intento. La piedra no se movió y las ayudas se marcharon. Cuando estaba solo, pensando y buscando explicaciones, el anciano apareció y saludó con un lacónico “buenas tardes” que logró asustarle. Y fue a sentarse sobre la piedra.

  • Creo que buscas razones pero es posible que no lleguen a gustarte demasiado. – dijo.

El anciano quedó callado esperando respuestas que no llegaban. El actual propietario de la finca se le quedó mirando largo rato. Al fin, dijo:

  • ¿Nos conocemos? ¿Nos hemos visto antes? Tu cara me es conocida… me recuerda a un viejo retrato que tengo en mi salón… pero no puede ser.
  • O quizás sí puede ser. Tu retrato es mi tataranieto. Y tú eres su descendiente directo… bastantes generaciones después.
  • Pero… es muy extraño. Yo no conocía este lugar hasta hace unos días que lo vi anunciado. Nunca había oído hablar de castillos ni de esta familia de que me hablas.
  • La maldición tiene que cumplirse. Cada veinticinco generaciones las furias vuelven con sus castigos. Tus hijos serán los siguientes y morirán en la casa que vas a construir. Y yo soy el guardián encargado de que todo se cumpla. Es necesario que el castigo se vaya cumpliendo. El pecado fue demasiado grave y las furias no lo olvidan.
  • Si no construyo la casa, la maldición no podrá y no deberá cumplirse.
  • La maldición – dijo el anciano – se cumplirá de una u otra forma.

Mientras hablaban, dos niños, hijo e hija del nuevo dueño, entraron correteando en la finca, buscando a su padre. Daban vueltas a la enorme piedra mientras corrían, escondiéndose uno de otro. Por un momento, la piedra se movió y dejó entrever una escalera que bajaba.

Cuando el padre quiso llamarles, los niños habían desaparecido.

 

Ángel Lorenzana Alonso