Era la sonrisa de una mujer de edad, hastía de años y de zozobras, cansada y agotada de ver pasar el tiempo sentada en una silla de ruedas que no abandonaba desde hacía más de 25 años.
Su enfermedad la relegó a tener que vivir “de prestado”, siempre pendiente de que alguien le ayudara a subir una acera, a pasar por encima de una escalera, a meterla en un coche o a recoger las bolsas de la compra. Pero, poco a poco, a base de una constancia y un ejemplo de paciencia, se había ido haciendo con los mandos de la silla y con los trucos para intentar ser un poco más independiente.
Habían dicho que iban a hacer la ciudad más accesible, que iban a quitar barreras y a romper los moldes de los que podían caminar. Habían dicho, incluso un alcalde se lo había prometido a la cara, que no tendría que depender más de nadie y que ella solita sería capaz de ir a ver a sus nietos, de recogerlos en sus rodillas y de ayudarles a hacer los deberes.
Habían dicho tantas cosas, y desde tantos años ya, que le era imposible creerles. Era ya demasiado mayor para creer en los cuentos de hadas. A medida que iba pasando el tiempo, las promesas eran las mismas y los resultados los mismos. Alguna mejora en la rebaja de un peldaño, alguna señal acústica más alta que otra, algún aparcamiento de más en un parking público… Pero, poco más.
Por eso, cuando aquel joven de pantalón caído cogió su silla y le ayudo a subir hasta aquella iglesia que quería conocer, su sonrisa fue más grande cada vez. Yo pasaba por allí, sin haberme dado cuenta del problema. Solo vi la solución y solo vi su sonrisa, un apretón de manos y un “hasta luego” y un “gracias” que lo decía todo.
El joven colocó de nuevo sus auriculares en las orejas y siguió su camino. Ella, feliz, admiró el edificio neogótico que tenía delante, casi sin verlo, pensando y sintiendo que todavía, a pesar de las leyes y de los ayuntamientos, había gente que merecía la pena.
Angel Lorenzana Alonso
* En homenaje a todos aquellos discapacitados/as para los que el mundo sigue siendo mucho más difícil.