Siete pájaros amarillos se posaron en la alta torre de la catedral. Siete pájaros azules estaban llegando. Otros siete pájaros, negras sus plumas, buscaban sitio para posarse.

Por fin estaban los veintiuno. En unos minutos comenzaría la reunión. Era la hora convenida y, a esta misma hora, en otras muchas torres, otros pájaros estarían haciendo lo mismo. El tema era importante y requería soluciones drásticas y decisivas.

En la torre de Santa Orosia, siete pájaros verdes, otros siete grises y otros siete marrones, debatían también sobre lo mismo. Y lo mismo ocurría en casi todas las torres de la ciudad. Las noticias hablaban de reuniones semejantes en las ciudades vecinas e, incluso, en las más alejadas, las que tenían vistas al mar y a las montañas. Los pájaros más grandes se reunían en montañas, en playas o lagunas.

En cada ciudad, en cada playa o laguna, en cada montaña y en cada lugar de reunión, después, representantes de todos los colores, se reunirían en lugares más escondidos, como la vieja torre del castillo o un valle escarpado para determinar acciones definitivas. Era mejor que esta última reunión se celebrara fuera del alcance de los espías del reino.

Los pájaros tomarán sus propias decisiones, han decidido. No obstante, el resto de las aves podrán, si lo desean, unirse al manifiesto general que harán llegar al rey y a sus ministros.

El motivo de las reuniones siempre era el mismo, aunque, como siempre ocurre, algunos grupos quisieron introducir otros temas que nada tenían que ver pero que servían para lucimientos personales o para dar a conocer las tontas ideas que a cada uno se le ocurrían y que, a cada cual más absurda, denotaban su oposición al orden establecido.

Todo había sobrevenido cuando a una de las princesas, en quien, por el hecho de estar casada con uno de los príncipes, el rey había delegado las funciones de preocuparse de la belleza de su reino. La princesa tenía ideas aunque, en la mayoría de las ocasiones, sus ideas chocaban con la economía y hasta con el sentido común. Así, por ejemplo, una de las ideas le vino al comprobar que algunos pájaros de su jardín eran más bellos que otros. Y eso no cuadraba con sus ideales. Un ideal de igualdad que no le afectaba nunca ni a ella ni a su querido príncipe. Como príncipes, siempre debían estar por encima de esas pequeñas cosas. Y, como bien había dicho Orwell, “hay animales que son más iguales que otros”.

Por todo, la idea y el consiguiente edicto fueron fulminantes: todos los pájaros del reino tenían un plazo de un mes para cambiar sus plumas. A partir de ese mes todos serían de color blanco. Se acabaron las envidias y las quejas. Algunos pájaros de su jardín ya habían amenazado con irse a otros reinos para no ser comparados con otros de bellos plumajes. Todos blancos.

La alarma cundió rápidamente en el mundo de las aves. En las reuniones que se estaban celebrando, algunos recordaron las viejas leyendas de cuando todos eran marrones y sintieron envidia del colorido de las flores. Y de cómo la madre Naturaleza les comprendió, les puso colorines pero con la condición de que eso era para siempre. Y cada uno escogió el color que más le gustaba. E, incluso, algunos cogieron varios colores y otros pusieron colores distintos para machos y hembras. En otras reuniones, los más enterados hablaron de los carotenoides, de las porfirinas y de las melaninas.

Nada de todo eso importaba a la princesa. Su decisión era más firme cada día. Rectificar no era una palabra que entendiera.

Las reuniones se multiplicaron, las súplicas a la princesa llegaban de todas partes. El resto de las aves se unieron a las quejas de los pájaros.

Después de muchos dimes y diretes, de alocuciones varias y razonamientos de diversa índole y condición, las reuniones fueron especializándose y concluyeron:

  • Los pájaros seguirán siendo de colorines pese a quien pese. Y los que ahora son blancos, podrán cambiarse de color, si quieren.
  • Las flores apoyan esta moción porque el colorido favorece su misión polinizadora.
  • La princesa no tiene ni idea y deberá rectificar. Si no, se arriesga a una huelga general indefinida de todas las aves.
  • El color blanco no se prohíbe pero no se aconseja. Se reserva un voto en contra de los pájaros blancos.

La princesita se enojó, se enrabietó y se disgustó. Su príncipe pagó las consecuencias. “El pueblo no me quiere”, decía entre sollozos, y se dedicó a romper cosas como era su costumbre de niña mimada.

Y mantuvo su orden de blancura para los pájaros. Y los pájaros siguieron en sus trece y cada uno siguió con lo suyo. La princesa ordenó disparar a todo pájaro que no fuera blanco y los pájaros fueron marchando del reino.

La princesa se quedó sola pero no cambió la orden. A veces echaba de menos a sus preciosos pájaros y su rabia la pagaba ahora con las flores.

Una mañana, al levantarse, ordenó que todas las flores y árboles del reino tenían que ser de color negro.

Hasta el mismo rey se puso a temblar.

 

Ángel Lorenzana Alonso