En las afueras de aquel pueblo perdido en medio de las montañas, el hechicero miraba al cielo sin ver las nubes que se acercaban. No le importaba demasiado que lloviera pero la nieve sí era un estorbo considerable. Torció la cabeza, pensativo, volvió a mirar al cielo y notó que la situación no mejoraba.

Recogió unas cuantas alubias blancas esparcidas por la manta en el suelo, las metió en el pote y se levantó. Despacio, se fue cuesta arriba camino de su casa, con el pote colgado de su brazo. Los primeros copos de nieve le pillaron mientras abría la vieja puerta de madera de roble.

Aún estaba encendiendo la chimenea y metiendo gruesos troncos en ella cuando creyó oír unos suaves golpes en la puerta. Pensó que era el viento y la tormenta y no les hizo caso hasta que volvieron a repetirse, un poco más fuertes que la vez anterior.

No esperaba a nadie, pero se acercó a mirar. Abrió la puerta y la nieve casi llegó hasta la chimenea. En el umbral, una figura que parecía humana, envuelta en ropa de abrigo, le miraba sin decir nada. Le mandó pasar y cerró rápido la puerta.

Poco a poco, el forastero se fue despojando de sus ropas de abrigo y se acercó al fuego de la chimenea. Su cara, contraída por el frío, empezaba a tomar algo de forma, sus manos dejaban de temblar y un pequeño hilo de voz se atrevió a salir por su boca.

  • Casi no me atrevo a venir, pero la necesidad lo requiere. El reino del norte ha quedado congelado. La vida, allí, es imposible ya para los humanos. Y ellos me han enviado a solicitar tu ayuda. Te envían, a cambio de tus servicios, una arroba de alubias pintas. – dijo el forastero -.
  • Sabes muy bien que las alubias pintas no me son de mucha utilidad salvo por su buen gusto, pero es de agradecer vuestra intención, – contestó el hechicero -. Son las blancas las que tienen propiedades mágicas dentro de mi pote. – añadió.

Y ambos estuvieron hablando hasta bien entrada la noche. Afuera, la tormenta de nieve movía árboles y chozas, gritaba con gemidos que helaban a quien los escuchaba y el monte se fue cubriendo de blanco.

Apenas había amanecido cuando dos figuras encorvadas por el peso de los años y el peso de la sabiduría, salieron de la choza y tomaron el camino del norte. El viejo hechicero se volvió un momento y miró al pueblo que se iba perdiendo bajo los copos de nieve. Quizá anduviera pensando en despedirse.

Disimuladamente, dejó caer una alubia blanca en el pequeño jardín de la entrada de la casa. La misión que ahora emprendía requería de todas sus fuerzas y de todo el ingenio que pudiera sacar. Además de la antigua magia que llevaba en su pote de alubias blancas. El pote también viajaba con ellos, como no podía ser de otra manera.

El camino no se veía, las montañas parecían precipitarse sobre ellos, el frío atenazaba sus piernas y solamente algún pájaro se atrevía a aventurarse por entre los copos que seguían y seguían cayendo incansables. Las pequeñas hogueras que lograban encender cada noche y unos duros trozos de pan y de queso eran sus únicos compañeros de viaje.

Cuando llegaron al vecino país, comprobaron que el hielo lo cubría todo. Los ríos estaban quietos, los árboles, desgajados por el peso de la nieve congelada, reflejaban la desolación del paisaje. Siguieron avanzando mientras el hechicero convocaba, con su silbo, a los pájaros grandes y pequeños. Todos ellos cogieron alubias del pote y las esparcieron por el mundo de hielo. El permafrost se fue abriendo y las alubias echaron raíces y crecieron.

El verde se hizo dueño del paisaje y el hechicero esbozó una sonrisa. Los pájaros volvieron y cantaron a su alrededor. Los humanos quisieron hacer regalos pero solo recibió el beso de un niño de cuatro años.

Y emprendió el camino de regreso acompañado de su amigo. Atravesaron ríos y montañas y los lobos, sus viejos y fieles amigos, aullaron a su paso. Llegaron hasta su hogar y vio, con un ligero pero esperado asombro, que un gran rosal había florecido en su jardín.

Se sentaron a la mesa y el hechicero sacó el viejo licor de alubias que guardaba para las grandes ocasiones, no sin antes comprobar que el pote estaba bien lleno, por si acaso.

                                                                                              

Angel Lorenzana Alonso