Su pisada es corta pero segura. La escalera, por delante suyo, se le antoja dificultosa, pero ya ha bajado en muchas ocasiones. Los peldaños no son un obstáculo demasiado grande para sus habilidades de años de práctica.

No obstante, baja. Despacio, no tiene prisa. De vez en cuando, un maullido va avisando a los de abajo que se está acercando. Que vayan preparando su menú favorito.

Es el rey de la casa y lo hace notar con su sola presencia. Su porte majestuoso, su mirada de autosuficiencia, aunque está ya casi ciego, su voz lastimera pero autoritaria, su lento y seguro caminar, sus paradas para decirnos que él está allí,

Se para a mirar. A observar, o a oler, porque sus ojos casi no distinguen aristas ni rincones. Gira su cabeza una y otra vez, avanza un paso, luego otro, y otro. Cuando entra en la habitación, todo el mundo lo mira. Y todo el mundo escucha su maullido que se clava en el alma.

Rápidamente, se le pone su golosina preferida. Olfatea, dos pasos más, mira a su alrededor, vuelve a olfatear y camina, siempre sin prisa, hasta su comida.

Silfo, tu eres del aire y como el aire te mueves. De vez en cuando, cuando puedes escaparte, bajas a calentarte al sol de la tarde y marcas tu espacio. Los dos perros te dejan estar, atentos a tus uñas, respetando tus años y tu antigüedad en la casa.

Y el sol te acaricia y el viento lame tu cansada piel,

Pero un silfo nunca muere. Es eterno, como todo espíritu que se precie,

Angel Lorenzana Alonso