Cuando aulló el lobo pardo en la espesura del monte, todas las ovejas se pusieron a temblar.

Y el lobo, sabedor del miedo infundido en la manada, abrió su boca y enseñó sus dientes que brillaron a la luz de una pálida luna de invierno. La saliva se deslizó por sus caninos de oro.

 Empezó a bajar por el bosque desnudo de ramaje pero blanco de nieve y plata de agua del río que huía. Su andar, regulado por el hambre y el ansia de días sin comer, alteró la quietud de su entorno. Movió pájaros dormidos, removió víboras, hizo redoblar el viento en las copas de árboles somnolientos, avivó deseos y apagó lamentos, astilló ramas caídas, pisoteó las hojas resecas de vida y mustias de edad acabada.

 Llegó a la cerca. Las ovejas se arremolinaron en el centro, los perros se irguieron en sus torres de vigilancia y los pastores cogieron sus cayados de madera prieta.

 El viento se hizo suave brisa, las gargantas callaron, la luna se envolvió en su manto de nubes y la luz se fue caminando hacia la penumbra de los montes lejanos. Nadie habló, nadie se movió, nadie hizo ademán de hacer algo que rompiera la magia, nadie suspiró siquiera por miedo a romper el silencio que inundó sus almas. Nadie borró la risa del lobo.

 Los perros, sabedores de un peligro de años de luchas incomprendidas, no se movieron. Los pastores, sabedores de los engaños de sus amos calientes en estufas coloreadas de oro y bronce, no se movieron. Las ovejas, sabedoras del peligro de siempre, resguardaron a sus corderos en el centro y se dispusieron al sacrificio. Todo estaba pactado, todo era sabido de antemano, todo se hizo como siempre, siguiendo tradiciones milenarias. Ninguna oveja protestó, ningún perro guardian se alteró y ningún pastor se inmutó.

 El lobo recogió sus presas, sació su hambre de invierno crudo, relamió sus bigotes, sonrió levemente… y se marchó.

 La luna volvió a brillar en el cielo oscuro como si nada hubiera pasado. Los perros se desperezaron, estiraron su lomo y volvieron a adormilarse, como si nada hubiera pasado. Los pastores recontaron sus ovejas, tomaron nota de las bajas y las comunicaron a sus amos, como si nada hubiera pasado.

El lobo se fue monte arriba llevando su botín de siempre, como si nada hubiera pasado. Los amos cobraron el seguro por las bajas y siguieron jugando a sus juegos bobalicones con sus hijos y mujeres tan bobalicones como ellos, como si nada hubiera pasado.

 Dos ovejas habían muerto… Como si nada hubiera pasado.

 

En el viejo salón de la vieja casa de un viejo pueblo de montaña, el abuelo que acababa de contar el cuento de ovejas y lobos, y el niño que escuchaba atónito y muerto de miedo, se miraron y sus miradas se reflejaron en el fuego de la chimenea. Después de un silencio crepitante de ramas quemadas, el niño preguntó: ¿por qué no hicieron nada las ovejas?

El abuelo se llevó rapidamente el dedo a sus labios, se acercó al oido del pequeño y le dijo en un susurro que solamente ellos y su perro oyeron:

 “Las ovejas ya lo están haciendo pero no quieren que los amos se enteren.”

 

Angel Lorenzana Alonso