A singing blackbird sitting on a branch, photographed in the Netherlands.

Despertó sobresaltado y empapado en sudor. Eran apenas las siete de la mañana pero el sol estaba ya haciendo estragos. No se oía casi nada fuera de la casa.

Pero él tenía una rara sensación. La había oído. Estaba seguro que, justo antes de despertarse, alguien había tatareado esa canción que desde hace varios días no paraba de romperle la cabeza. Pero no podía repetirla. Podía reconocerla entre todas las canciones del mundo. Nunca había oído nada igual. Pero sería incapaz de repetirla.

Se levantó con la melodía en su cabeza. Se sentó al piano y, una y otra vez, trató de repetirla. Era imposible. A él, afamado compositor y renombrado pianista, la canción se le resistía. No conseguía reproducir las notas exactas. Algo fallaba.

Abrió los ventanales esperando, quizás, que algo o alguien viniera en su ayuda. Era capaz de tararear la canción, era capaz de repetir, casi nota a nota, en su piano y en su mente, esa melodía que, no sabía por qué, se había incrustado en su cabeza y en sus sueños. Pero, cuando la sacaba de su cabeza para ponerla sobre las teclas, algo se escapaba.

Ya hacía un rato que había amanecido. Fuera, en el jardín, reinaba una calma casi total. Tenía el ventanal abierto y las ramas de un cerezo pugnaban por llegar hasta su terraza. De pronto, un pájaro negro azabache, con un pico amarillento, casi rojo, y un círculo amarillo alrededor de sus ojos, vino a posarse en lo alto del cerezo. Pájaro y músico se miraron. El pájaro, un mirlo macho, ensayó un gorjeo. El músico lo miró y silbó tratando de imitarle. Ni parecido, pero volvió a intentarlo. El mirlo, compasivo, miró al compositor y volvió a repetir su gorjeo. Varias veces lo intentaron. No parecía que se fueran a poner de acuerdo.

El mirlo cambió su pose, dejó el cerezo y bajó a posarse en la balaustrada de la terraza. El músico, sentado ante el piano, se esforzaba en conseguir las notas que el pájaro insinuaba.

Y, de repente, sin avisar y ante la atónita mirada del compositor, aquel mirlo negro azabache se puso a entonar la canción. Nota a nota, con una melodía perfecta, salió de su garganta aquella canción que estaba atormentando las noches del pianista. Y éste comprendió, de repente, dónde estaba el origen de su desasosiego. En medio de sus sueños, en la amanecida, el mirlo entonaba su canción. Siempre la misma, llamando a otros mirlos y señalando cual era su territorio. La canción era perfecta.

Corrió ante el piano, hizo sonar las teclas y la canción se reprodujo, casi igual, ante la atención del mirlo. Pero había una nota que se le escapaba. El pájaro volvió a repetir esas notas y el músico lo intentó de nuevo. Ambos se miraron. Después de varios intentos desesperados, dejó caer sus brazos queriendo desistir. Entonces, el mirlo voló hasta el piano y, con su pico amarillo, tocó las teclas adecuadas y se quedó mirando al compositor. Éste no podía creerlo. Era así. Eran las notas perfectas que completaban la melodía perfecta. Se echó a reír a carcajadas, acarició el plumaje del mirlo que parecía sonreírle y tocó una y otra vez la canción. Ahora sí sonaba bien.

El mirlo volvió al cerezo y, acompañado esta vez del piano, entonó aún con más fuerza la melodía.

Unos meses después, en el Teatro Principal de la ciudad, el músico recibía los mayores aplausos de su vida al acabar de tocar su “Canción de los mirlos”.

Cuando levantó la mirada al techo del teatro, un pájaro negro azabache con el pico amarillo batía sus alas alborozado.

                                                                           

Angel Lorenzana Alonso