La claridad de aquel atardecer de un verano tardío. Un verano lleno de runrunes y amagos, salpicado de lunas y amanecidas. Un verano que se resistía a marcharse a pesar de la insistencia de algunas nubes que pugnaban por quedarse.

El verde intenso de la pasada primavera fue cambiándose por un dorado verdor que no era ni una cosa ni la otra. El calor de días y días de un azul brillante y sin mancha, iba quemando los colores y todo se deslizaba desde el verde al dorado pardo de los trigales, de la tierra seca, de los árboles que iban desprendiéndose de sus hojas, una a una, dos a dos, a veces en ventolera y a veces en un suave desprendimiento y un vaivén que las conduce hasta el suelo.

El verano se iba. El verano quería irse, retirarse a sus cuarteles de descanso. El sol alargaba sus rayos y perdían su fuerza en el camino. La aurora llegaba más tarde cada día que amanecía y el atardecer venía antes, cargado de arreboles rojos, morados, amarillos. El cielo se encendía en luces que despedían al día y el día se acortaba y dejaba paso a noches todavía calientes. Y los vientos preparaban sus batidas y las nubes se cargaban de un agua que aún no querían soltar.

Y tú. Tú te entretenías en tus paseos de caminos polvorientos que recordaban épocas ya muertas. Tus ojos recorrían los prados que perdían su verdor y las sebes que separaban tus sueños de otros sueños. Como cada verano tardío, era suave el dorado verdor pero amargo el sabor de las cosas que se acaban y que hacen que tengas que volver a empezar, otra vez sin él, otra vez lejos, otra vez tratando de olvidar recuerdos y tratando de que tu pueblo no muera en el olvido.

Mañana, o quizá pasado, ya no hay demasiada prisa, vendrán a buscarte, como cada año cuando el sol empieza a retirarse, cuando las sombras se alargan y los árboles empiezan a desnudarse. Te dirán “qué haces aquí tú sola”, “aquí ya no queda nadie”, “no te preocupes que el año que viene vendremos un poco antes”…

Y la carretera se te hará demasiado larga, y tu retina tratará de retener, lo más que pueda, el verdor dorado de tu valle, el color cálido de un reguero casi seco pero lleno de música que trae recuerdos y más recuerdos. Ya viste, pensarás, que él no estaba, y volverás a pensar que ya da lo mismo, que las cosas son diferentes sin él, que él no estará esperándote, apoyado en su vara, a la vuelta de tu paseo de atardecida.

Pero es igual. Aunque no esté, lo seguirás viendo en cada rincón de la vieja casa, en cada recodo de cada senda y en cada palabra que el viento y las nubes susurren en tu oído. Por eso quieres volver cada año, estar ahí el mayor tiempo posible, aunque ya no quede nadie, o casi nadie, que te acompañe en tus paseos. Aunque él ya no esté esperándote en la esquina de la casa.

Y volverás el año que viene, si aún te quedan fuerzas, y, tal vez, él esté en la cocina, preparando la cena, jugando con los gatos, y te dirá, como siempre: cómo has tardado tanto?

 Angel Lorenzana Alonso