Sentada en las ruinas de lo que fue su casa hasta hace un mes, respira aún el aroma que su hija llevaba el día en el que se nubló el sol para siempre. Se fue como sonriendo, su hija sonreía hasta de espaldas. La mujer hace amago con su mano de recorrer la espalda de su hija, y el vacío que encuentra, hiela el instante, ni siquiera las lágrimas acuden ya a soldar instantes. No entiende cómo de un día para otro puede borrarse la vida y teñirse de nada. Eso es lo que le queda a ella después de que asesinaran a su hija, nada. Y nada es una palabra pequeña pero que puede ocupar toda una eternidad. La oscuridad reina en el paraje que hace apenas unos días era una calle normal, donde el bullicio de niños y grandes circulaba por sus aceras.

Cierra los ojos, allí sentada entre los cascotes de su antigua casa, rememora a su pequeña correteando. Un rato después le parece sentir una mano, una manita en su hombro. Levanta el hombro como amago de apartar aquel ensueño, pero la pequeña mano vuelve a posarse en su hombro. Sobresaltada abre los ojos y allí está, si, es la nena de su vecina. Se levanta, coge a la niña y la abraza musitando aquella canción que tanto le gustaba a su vecinita. Las dos, bueno las tres, pues ahora se les ha unido la madre de la pequeña israelí, entonan una melodía familiar y curativa. Las dos mujeres se abrazan y lloran, lloran dejando que el diluvio del dolor y el espanto fluya.

—Tengo el alma enferma desde que tu hija, mi ahijada, ya no esté con nosotras. No entiendo qué demonio ha poseído a los hombres. No entiendo la guerra, ni las bombas, ni tanta miseria. ¿Recuerdas la puerta que unía nuestras huertas? Siempre abierta, tu casa en Gaza, la mía  en Israel, vecinas, amigas, hermanas. Nuestras casas compartían la tapia del huerto por donde nuestros hijos se unían para corretear y jugar, para escaparse juntos al cine cuando crecieron. ¿Recuerdas cuando tu Ameera y mi Shahar se escaparon juntos por primera vez al baile?

—Se querían mucho, pero mi Ameera ya no podrá seguir enamorada.

La luna recogió en su manto de plata el enorme charco de llanto y de amor que aún quedaba en aquellos corazones de dos mujeres hermanas en las que el odio al otro no había florecido.

Lamiguería: Somos pequeños y minúsculos, como migas, aunque nos creamos seres superiores. No sé si precisamente por eso, algunos que se ponen a conducir un mundo dentro del mundo, se creen con poder de destruir, de aniquilar, de sembrar el odio. Hamás siembra el caos, pero ¿acaso es menos caos el genocidio que se está ejerciendo sobre los gazatíes? ¿Qué horroroso misterio convoca a matar a ciegas a niños, a enfermos y a todo el que se cruce en el camino absurdo y horrible de la guerra?

Manuela Bodas Puentr – Veguellina de Órbigo