Quince años iban a cumplirse. Son los que el nuevo monarca le había prometido, después de obligarle a rendirse y retirarse a aquel castillo lejano. Hoy se cumplía el plazo. ¿Qué pasaría mañana?
Mirando, sereno, por el ventanal que daba al poniente, viendo como el sol iba caminando hacia el ocaso, sintiendo en su cara el débil calor de unos rayos que, como él, iban teniendo cada vez menos fuerza, el rey cautivo estaba recordando…
Recordaba la última batalla. Aquella en que sus tropas fueron asediadas y masacradas por el ejército enemigo. Aquella en que fue vencido por la mayor potencia de aquel imperio que, uno a uno, iba invadiendo y destruyendo los pequeños reinos a su alrededor. Le dieron por muerto y horas después, cuando lo encontraron malherido entre los cadáveres de la batalla, no se atrevieron a rematarlo.
Lo llevaron ante el emperador y éste decidió dejarlo vivo pero cautivo, lejos de su hogar y de su gente. Para escarmiento de futuros enemigos, dijeron. El reino quedó anexionado al imperio, su mujer pasó al harén del emperador y su caballo, de la mejor de las razas, era el que ahora montaba el príncipe heredero.
Los vencedores dictaron su sentencia: “Daremos al rey quince años más de vida. Será despojado, eso sí, de todos sus rangos y bienes, será separado de su familia y será encerrado en un pequeño castillo, lejos de sus tierras pero a la vista, lejana, de las montañas de su antiguo reino.”
“Vivirá” – continuaban – “aislado y sin contacto alguno con personas, sin poder hablar ni con sus guardianes. Cuando se cumplan quince años, el emperador decidirá sobre su futuro”.
Recordaba, no obstante, que la ley del silencio no se cumplía a rajatabla. Que, al cabo de un pequeño espacio de tiempo, los guardianes hablaban con él, que incluso jugaban con él al ajedrez o a los naipes. Y, más tarde, le permitían bajar hasta el patio del castillo y visitar la cuadra de los caballos. Y, alguna vez incluso, alguno de los guardianes entraba en su celda y, a su lado, contemplaban juntos la puesta de sol. Y el rey contaba sus cuitas y sus recuerdos.
Y contaba los años, los meses y los días que quedaban.
Miraba ahora la puesta de sol, la tarde en que se cumplían precisamente los quince años de su condena. Y miraba aquellas lejanas montañas, lo único que le quedaba de su reino perdido. Ni una sola vez el emperador había venido a verle. Ni una sola vez alguien le había traído noticias de su mujer. Ni siquiera de su caballo, a quien ya daba por muerto.
El sol iba cayendo. Su esperanza también. Estaba ya en su último día. Mirando al atardecer, algún escalofrío recorría su espalda. Los recuerdos se agolpaban en su cerebro y las palabras que le habían condenado venían a su boca: “Daremos al rey quince años más de vida”.
Todo lo daba por perdido. El tiempo había pasado pero la situación, la suya, en nada había cambiado. Un día sucedía al anterior y poco o nada traía de novedad. El castillo, los guardianes que cambiaban cada cierto tiempo, los amaneceres y atardeceres casi todos iguales en aquel territorio fronterizo rodeado de desierto. Solo el poniente era distinto porque por allí estaba el mar. Ese mar que veía todas las tardes y por donde el sol escribía un eterno camino de luz que tampoco iba a ninguna parte.
Se acercaba la noche. El sol se había perdido en el mar. El rey seguía mirando al mar y a una pequeña senda que subía hasta el castillo. Por ella, quiso vislumbrar a un jinete, casi tan negro como la noche que venía con el. El jinete entró en el castillo, el puente levadizo se izó y cayó el pesado rastrillo. En él vio el rey al mensajero de su muerte.
A primera hora del día siguiente, fue llamado al puesto de guardia. El visitante estaba de pie, al lado del comandante del castillo. Una pequeña mesa y unas sillas vacías estaban delante de ellos. El sol empezaba a asomarse por encima de las almenas y algún pájaro agorero se había posado en lo alto de la torre donde estaba su celda. El rey prefería no verlo y sus peores temores volvían a su cabeza mientras cruzaba aquel patio, demasiado frío y demasiado triste en estas primeras luces del nuevo día.
Le mandaron sentarse al otro lado de la mesa. Quiso entrever una mueca, esbozo de sonrisa, en aquel visitante que estaba desenrollando un largo pliego que empezó a leer muy despacio.
“Hoy se cumplen justamente los quince años que prometimos otorgarte de vida. Hoy, tu reino está completamente integrado en mi imperio, tus antiguos súbditos son ahora mis súbditos y son felices por ello, tu mujer es una más en mi harén y tu caballo, muerto ya de viejo, fue fiel a mi hijo. Hoy, has acabado de cumplir la sentencia y el castigo que os habíamos impuesto. Ni una sola vez te has quejado ni has intentado escapar a tu destino. Ni una sola queja nos ha llegado de tus guardianes,”
“Ahora, – continuaba el mensajero – nos corresponde decidir qué hacer con el último rey que se atrevió a enfrentarse con nosotros. El tiempo ha pasado y os pedimos una sola cosa: una firme promesa de abandonar las tierras del imperio y no volver jamás a ellas, ni como enemigo ni como amigo. Si así lo juráis y cumplís, podréis marcharos en paz. Si no lo cumplieras, tú, y todos los que fueron tuyos alguna vez, serán considerados enemigos y serán tratados como tales.”
El pliego estaba firmado por el emperador y bien sellado por él. Se le dio a leer al rey, quien dobló su cabeza y miró al suelo mientras lloraba. Nunca antes había llorado.
Montado en un caballo gris, con el mismo color de su propia cabellera, el rey, más viejo por la espera que por la edad, se perdió en el desierto que rodeaba el castillo. Nadie lo vio nunca más.
Ángel Lorenzana Alonso