El mar estaba un poco agitado. Sus olas brillaban y saltaban buscando el cielo, removiendo la arena, dando vueltas sobre un eje invisible que partía en dos la playa de la isla. El azul del cielo, mañana y tarde, se veía turbado por nubes arreboladas, empujadas por vientos suaves desde las montañas de tierra firme.
La isla, suficientemente alejada de la costa para no tener demasiados visitantes, soportaba los vientos del este que se arremolinaban una vez pasadas las viejas montañas del cabo de la Muerte, llamado así por los muchos naufragios habidos. Los vientos, fuertes y bravos al otro lado del cabo, arañaban las montañas, bramaban en los barrancos y desfiladeros y llegaban, agotadas sus fuerzas, a esta isla de bosques quietos y de playas sosegadas.
No eran playas que gustaran a los visitantes. Bravas, con arena gorda poco erosionada, con acantilados a la espalda que impedían que el sol llegara hasta la arena, conformaban un paisaje frio y áspero que alejaba a barcos y hombres. Casi siempre eran los pájaros sus únicos pobladores.
Por todo eso, extrañaba mucho que aquella mujer de edad casi madura, hiciera un refugio entre las rocas del oeste y viviera al borde del acantilado, al abrigo de los vientos y en compañía de charranes y gaviotas. De vez en cuando, subiendo por una estrecha senda, escalaba y llegaba a la selva que poblaba la isla. Allí, los cansados vientos acariciaban sus cabellos. Con un viejo catalejo, oteaba el horizonte en busca de algo o de alguien que solo ella sabía.
Cargada de fruta, bajaba hasta la playa y se quedaba mirando al mar. Las olas, fieles compañeras de viejos y eternos sueños, cogían el sol y lo reflejaban en su cara. El viento era muy suave aunque el mar seguía bramando, agitado por extraños dioses de las aguas.
Otra vez el catalejo y una nueva búsqueda, una búsqueda repetida desde hacía mucho tiempo, desde hacía tanto que sus ojos recorrían el mar en un momento. Y, a veces, ni siquiera miraba aunque lo pareciera. En estos días de oleaje, se esforzaba un poco más, no siendo que los otros se aprovecharan de las olas para acercarse demasiado.
Mejor que no vinieran. No quería que vinieran. Su odio era demasiado fuerte y ella, aunque en esta isla parecía estar segura, no olvidaba el pasado y convenía estar bien alerta. Ellos no cesarían de buscarla. Nunca abandonarían por más que el tiempo fuera cerrando heridas y borrando cicatrices.
Un día, hace tempo ya, los vio. Estuvieron muy cerca y ella logró escapar casi de milagro. Y logró llegar a la isla. ¿Estaría segura allí? Los vientos y las gaviotas la protegerían? Ya habían pasado casi cinco años desde que llegó. Pero ni un solo día se había olvidado de buscar en el horizonte. Ni un solo día dejó de recordar las caras de sus enemigos, su rabia y su odio reflejados en ellas al verse sorprendidos por una mujer que decía ser su amiga. No, no olvidarían ni perdonarían nunca.
Aquel día de finales del otoño, sus ojos toparon, a través del catalejo, con una mancha negra en el horizonte, una mancha que se hacía más y más grande a medida que pasaba el tiempo.
La vio por oeste, enfrente de su playa y de su refugio. Poco a poco fue virando hacia el norte mientras ella trataba de adivinar qué era. Subió por el sendero de los riscos y trepó al árbol más alto de su lado de la isla. La mancha seguía en el norte pero no se había acercado a la isla. Probablemente fuera una ballena extraviada, o un pequeño barco a la deriva.
Estuvo al acecho hasta bien entrada la noche. La falta de la luz de la luna no permitía seguir a la mancha que parecía no moverse. Por lo menos, no se acercaba a la isla.
Y se fue a descansar un poco a su refugió, aunque casi cae al tropezar en la difícil bajada a la playa. Quedó dormida. Algún ruido la despertó casi de mañana. Sería alguna pequeña roca. ¿En la senda? Rápidamente cogió su pequeño cuchillo y su catalejo. Miró con él al mar antes de salir del refugio pero no vio nada.
Estaba intranquila. Quería subir para ver la mancha negra desde arriba.
Al salir del refugio, cuatro hombres, armados hasta los dientes, la estaban rodeando. Uno de ellos la apuntaba con una vieja escopeta. Al sonar el disparo, todas las gaviotas y charranes levantaron el vuelo. El sol estaba apareciendo al otro lado de la isla.
Minutos más tarde, con la playa vacía de hombres y de pájaros, una paloma blanca y azulada se posó a la entrada del refugio. Traía un mensaje en su pata. Miró el cuerpo muerto de la mujer, esperó un momento y escapó volando hacia el cielo.
Desde lo alto del acantilado, otro disparo sonó. Pero ella estaba ya demasiado lejos, entre las primeras nubes del alba.
Ángel Lorenzana Alonso