Los aullidos habían cesado poco antes de amanecer. La cercana salida del sol parecía ahuyentar a los lobos de los alrededores.

De todas formas, poco parecía importar a aquel monje peregrino que, de forma pausada pero continua, seguía el camino, angosto y pedregoso, que iba ascendiendo lentamente hasta aquella ermita que ya se divisaba allá en lo alto.

Hubiera querido llegar a ella la noche anterior para ver a su viejo amigo. Pero ni toda la noche caminando había logrado el fin esperado. Estaba amaneciendo y aún le quedaban algunas horas para llegar. Una vez más, su mente caminaba más deprisa que sus piernas, unas piernas ya bastante viejas y aún más cansadas por el continuo trajinar de una vida de peregrino. Quizá fuera hora de ir pensando en descansar o de retirarse a un lugar tranquilo.

Miró a la iglesia, allá arriba.

Una bandada de pájaros negros levantó el vuelo. Y una figura blanca parecía estar a la puerta de la iglesia. Seguro que le estaba esperando.

Años atrás habían compartido habitación en un viejo monasterio al otro lado de las montañas. A punto de morir, el anciano compañero le había dibujado un mapa señalándole una vieja ermita abandonada en donde dijo que le esperaría.

Hacia su encuentro iba. Ya no le quedaba mucho por llegar a reunirse con su amigo. Pero sus piernas se estaban negando a proseguir. Hizo un alto a un lado del camino. Apoyó su bastón en un árbol y abrió su mochila para coger un trozo de queso y un poco de pan duro. Era lo único que le quedaba pero esperaba que fuera suficiente para poder llegar. Ya no quedaba demasiado, aunque, a veces, la duda le asaltaba: ¿Será esta la ermita? ¿Estaría esperando su amigo? Al fin y al cabo, hacía ya más de cinco años que había muerto y había sido enterrado muchos kilómetros atrás.

Pero él se lo había prometido. Ambos habían hecho un juramento y había que cumplirlo.

El camino se empinaba y no acababa nunca. La iglesia parecía alejarse cada vez más. La corta tarde de invierno estaba terminando y, por fin, detrás de un recodo, la iglesia apareció. Casi colgada en los riscos y recogiendo los últimos rayos de un sol también bastante cansado. Unos últimos pasos para subir el postrero tramo del camino.

Llegó justo cuando el sol se puso. En ese momento, los lobos volvieron a aullar, cada vez más cerca y, como empujadas por no se sabe qué, pues nadie lo hacía, las viejas puertas se abrieron de par en par.

Arrodillada junto al altar, una decrépita figura, entre blanca y gris, parecía rezar aunque nada se oía. Apenas se movió para mirarle, enmarcado en la puerta y agotado por el camino y por el frío. Las puertas se cerraron tras él. Afuera, las garras de los lobos arañaban la puerta y lastimeros aullidos resonaban el paisaje.

-Es una vieja loba-  dijo el monje arrodillado –somos viejos amigos y enemigos a la vez, ella me teme y quiere devorarme. Pero yo soy su única compañía. Y ambos nos comprendemos y somos dueños de nuestra soledad. Hace años que nos conocemos y nos respetamos como viejos compañeros… como nosotros. ¿Te acuerdas?

Asintió sin decir nada, aunque un escalofrío recorrió su espalda. El anciano se levantó, vino hacia él y lo abrazó.

-Por fin viniste- le dijo.

-Al fin te encontré- le contestó. –No fue fácil, pero tus indicaciones me han guiado bastante bien.

-Ven- prosiguió. –Haremos un poco de fuego y podrás descansar.

En una estancia adosada a la ermita, una destartalada habitación servía para hacer fuego en el centro. Poco a poco, la hoguera iba cogiendo fuerza. Una hoguera que servía de hogar y que proporcionaba la luz y el calor que ambos necesitaban.

Les dio fuerzas para seguir conversando. Y para comer un poco de cecina, queso y pan bastante duro.

Después de recuerdos encontrados, y añoranzas, unos pocos rezos y a descansar. La loba seguía fuera y sus lamentos les acompañaban toda la noche.

Aún no había amanecido cuando el monje viajero se despertó. Su compañero le llevó hasta la ermita y se arrodillaron a ambos lados del altar. La loba seguía aullando hasta que se abrió la puerta y logró entrar y acurrucarse tras ella. La luz del amanecer empezaba a colarse por una pequeña ventana. El haz de luz incidía directamente a los pies de una imagen de una virgen de madera.

Una paloma, negra y blanca, se coló por la puerta entreabierta y fue a colocarse al lado de la vieja loba que descansaba. El viejo de la ermita se acercó a los animales llevándoles agua, un poco de comida para la loba y grano para la paloma.

En medio de todo ello, el peregrino creyó escuchar una suave música mientras se cerraban las puertas y alguien hizo sonar las campanas de una torre casi derruida por el tiempo. Después de unos minutos, los cánticos cesaron de repente, las campanas dejaron de tocar, mientras la loba y la paloma corrieron a refugiarse detrás del altar.

Todo quedó en silencio dentro de la ermita. El viejo residente de la ermita caminó muy despacio hasta la puerta y controló que estuviera bien cerrada. Hizo, con su dedo, la señal de que se guardara silencio y se puso a rezar arrodillado delante del altar.

Afuera, el relincho de un caballo llegó hasta ellos. Por una estrecha ventana observaron al caballero, vestido de negro, que golpeaba con su lanza las puertas. Éstas resistían pero las arremetidas eran cada vez más fuertes. Una numerosa bandada de negros cuervos le rodeaban y levantaban el vuelo, mientras el caballero lanzaba maldiciones mirando a la iglesia.

No tardó mucho en marcharse acompañado de sus cuervos y de su caballo. Se perdió por el camino que se internaba en el bosque.

Cada día era igual pero nadie sabía quién era el caballero. Probablemente, un viejo señor de estas tierras, tal como podía deducirse de un manuscrito encontrado en una repisa encima de una tumba, a la derecha del altar. La escena se repetía cada día, a la misma hora de la mañana y con los mismos personajes.

La loba, y la paloma no se movieron hasta que el caballero desapareció. Después, miraron a los ancianos y salieron de la iglesia. Y desaparecieron también en el bosque. Cuando salían, el viajero creyó ver, aunque no estaba del todo seguro, que inclinaban sus cabezas mirando al altar. Los ancianos salieron también de la iglesia. El sol había vencido a los nubarrones que amenazaban con tormenta.

  • Yo también debo irme – dijo de pronto el ermitaño. – Tú serás, a partir de mañana, el guardián de esta iglesia. Debes protegerla del caballero negro y de los demonios que habitan en el bosque, hasta que alguien venga a relevarte. No podrás abandonar tu puesto hasta que esto suceda. Algún animal del bosque, si logras hacerte su amigo, te acompañará.

Y hablaron de los viejos tiempos. Y cada vez que el nuevo guardián intentaba plantear o hacer alguna  objeción a su nuevo papel, el viejo se llevaba un dedo a la boca, pidiendo silencio.

A la mañana siguiente, cuando el sol ya posaba sus rayos en la destartalada torre, después de la consabida escena del caballero, el viejo amigo cogió su cayado y un pequeño hatillo con no se qué cosas, llamó a la paloma y a la loba que esperaban fuera, y los tres se perdieron también en el bosque.

Y aquí sigue el recién llegado, vigilando y esperando su relevo. Nada más puede hacer, mientras tanto.

 

Angel Lorenzana Alonso