Su silueta blanca y negra se dibujaba en el cielo azul. Su pico rojo se abría paso en el fresco aire del atardecer. Buscaba subir y subir, enredarse en las corrientes de aire y dejarse empujar hacia arriba, competir con otras compañeras en un vuelo casi sin esfuerzo solo para sentir la majestuosidad de estar ahí arriba, aprisionando el vértigo y sintiéndose poderosa en medio de la inmensidad azul. Y mirar las montañas, y los ríos, y las charcas en medio de los campos casi vacíos.

Se dejó caer. El viento resbalaba en sus alas extendidas mientras bajaba planeando, moviendo su pico rojo para dirigir el vuelo y alargando hacia atrás sus largas patas rojas para no entorpecer la marcha.

Allá abajo veía su torre, su nido casi acabado de construir de nuevo y esas gentes en procesión de fiesta, esa misma gente que hace poco tiraron su nido, no sabía por qué todavía. Y allí cerca, en el valle, cerca de los chopos que empezaban a verdecer, veía su charca. Hacia ella dirigió su vuelo, bajando en círculos, planeando con sus alas casi quietas, ahorrando esfuerzos y disfrutando del paisaje que ya conocía.

Enfiló hacia la charca. Muchas compañeras, con sus nidos en torres o árboles cercanos, ya estaban allí. Buscaban ranas, insectos o culebras que les sirvieran de alimento. Pero, sobre todo, venían a la charca para verse con sus amigas, para enterarse de las noticias que se les escapaban desde el otoño pasado cuando emprendieron su viaje al sur para evitar el crudo invierno de estos parajes, ya cerca de las altas cumbres cubiertas de nieve.

Algunas, no obstante, ni se habían marchado. Cada vez más, con las temperaturas suavizadas, solamente las más jóvenes emprendían la dura marcha.

Saludó con su clásico crotoreo y doblando su cuello hacia atrás. Algunas, las más amigas, devolvieron el saludo y otras apenas miraron de reojo y aguzaron sus oídos para no perderse nada de las conversaciones. Eran las cotillas de siempre, las que solo se preocupan de las desgracias ajenas y las que primero llegan para el veraneo procurando saberlo todo antes que nadie e intentando apoderarse de nidos y maridos ajenos.

El grupo de nuestra cigüeña procuraba mantenerse al margen aunque lo del cotilleo también les gustaba. Se apartaron un poco para no ser escuchadas y hablaron. Hablaron de sus familias, de las novedades de sus maridos, de cómo habían encontrado sus nidos, de si sus hijos habían encontrado pareja, de su estancia en el sur de África pasando el invierno, de si sus padres habían viajado o no, de sus largos viajes de ida y vuelta… viajes interminables de miles de kilómetros atravesando mares y desiertos, con poca comida y mucho cansancio en sus alas. Aprovechando los estrechos para poder hacer descansos de vez en cuando.

Mientras hablan, sus ojos vigilan sus presas: ranas, peces, culebras, insectos… a los que atrapan con su gran pico. Y no es raro que varios picos se entrechoquen buscando las mismas presas. Cuando éstas abundan, no hay problema y el “duelo de espadas” provoca las risas del grupo. Cuando la comida es escasa, alguna pequeña trifulca se arma en la charca por “yo la vi primero”.

Esta primavera, el mayor tema de conversación es el de la cigüeña del valle que se emparejó con la pareja de la de la torre del pueblo de al lado. No ocurre a menudo entre ellas y por eso se extrañan y lo critican. Lo mismo que critican lo de la hija de una compañera que fue a liarse con el viudo del valle de arriba.

Hablaron de cómo encontraron el nido, de si sus compañeros ayudaban en los arreglos, de que empezaba la época de la puesta y de que ya tendrían pocos ratos para venir a la charca salvo para proveerse de comida para sus crías.

Nuestra cigüeña comentó que volverían por Gibraltar, que era más corto y se podían aprovechar mejor las corrientes térmicas, aunque a su pareja le gustaba más la otra ruta.

Volvió a su nido con alguna rama más, que nunca sobra. Su compañero aprovechó para estirar sus alas yendo a visitar a su vecino y amigo mientras ella comenzaba el ritual de la puesta. Después, turnándose, incubarían y cuidarían de las crías durante dos meses, no dejándolas nunca solas. No tenían muchos enemigos pero nunca se sabe.

Y, como cada año, disfrutarían enseñándoles a volar, explicándoles las rutas de migración en grupo, cómo subir y aprovechar las corrientes térmicas, como silbar y crotorear  y contándoles las leyendas tradicionales. Como aquella, derivada de la mitología eslava, que dice que ellas son las que traen a los niños de los humanos.

 

Ángel Lorenzana Alonso