La carretera subía despacio por el monte. Con curvas suaves que dejan ver los robles en sus orillas. Unos robles cargados de musgo que denotan sus raras enfermedades. La pendiente no era demasiado pronunciada.  El último pueblo había quedado atrás ya hacía un rato, no faltaba mucho para la puesta del sol pero había suficiente claridad todavía.

No estaba muy arreglada la carretera. Abundaban los baches y ningún indicador decía hacia dónde se dirigía. De repente, a la vuelta de una curva larga, una pista de cemento salía por la derecha. Ningún letrero, ningún indicador, ninguna señal de ningún tipo. Una pista en ángulo recto con la carretera. Unos cien metros recta y se perdía hacia la derecha.

Logramos dar la vuelta al coche y dejarlo mirando para la carretera. Por si acaso. Una mala intuición había invadido nuestras cabezas. Bajamos y, a pie, fuimos por la pista que iba descendiendo ligeramente. Cuando enfilamos la curva, empezamos a vislumbrar, como a unos trescientos metros, en el margen derecho, unas tapias caídas y unos restos de techumbres derrumbadas.

Seguimos caminando. Estábamos entrando en una especie de pueblo destruido. Seguíamos sin indicadores pero recurrimos a nuestros teléfonos y buscamos nuestra ubicación en los mapas. Allí aparecía el pueblo por el que habíamos pasado hace un rato, y la carretera con sus curvas. Ni rastro de la pista ni del pueblo en ruinas. Ni una sola reseña en los mapas ni un solo letrero, aunque fuera hecho a mano, que indicara el nombre, o antiguo nombre del pueblo. Las casas derruidas, pero no tanto, indicaban su abandono de hace tiempo pero no demasiado.

A la derecha, casas en ruinas pero con puertas azules en relativo buen estado, habitaciones sin muebles pero hasta cierto punto conservadas, patios casi intactos, algunas habitaciones totalmente derruidas pero otras no tanto. Y, eso sí, casi toda la techumbre derrumbada. Viejas vigas, que se presumían fuertes, habían sido resquebrajadas y rotas como débiles varillas. Alguna casa conservaba aún restos de antiguos hornos de pan.

A la izquierda de la pista, antes de que el suelo descendiera un poco hasta un pequeño valle poblado de viejos y gastados robles, una solitaria ermita, con espadaña y todo. Su interior era un auténtico bosque de hierbajos y arbustos. Parecía más abandonada, o abandonada hace más tiempo, que el resto del pueblo. El altar, si alguna vez existió, ya no estaba. Ni nada, en el interior, recordaba a una iglesia. Un hueco donde debió existir una puerta, no muy grande, y unos muros exteriores no muy caídos. La iglesia, o ermita, no era muy grande ni siquiera contando la espadaña. Parecía incluso más pequeña por una gran farola que alguien había colocado allí y que sobresalía por encima de la torre y se inclinaba sobre la pista de cemento allá en lo alto.

La pista, y las casas del lado derecho, acababan bruscamente un poco más abajo. Un gran prado con algunas viejas paleras ya resquebrajadas. Y un cauce vacío que se notaba que había sido cauce por una pequeña hondonada y unos cantos rodados en su centro. Ni rastro de puente alguno, aunque había algunas casas, también destrozas, al otro lado.

Recorrimos y fisgamos las casas. La vida había desaparecido. No obstante, de vez en cuando volvíamos las cabezas. Nos acompañaba una extraña sensación de que alguien o algo nos estaba vigilando. Pero no había nadie. Habíamos registrado cada rincón.

La tarde había caído y empezaba a notarse que la noche se estaba acercando. Empezamos a caminar, deshaciendo el camino andado, hacia el coche, cuesta arriba. Notamos que íbamos más aprisa, sin quererlo. Queríamos llegar pronto a nuestro coche. Una pequeña brisa golpeó unas contraventanas y nuestros corazones se aceleraron. No volví la cabeza pero, por el rabillo del ojo izquierdo, juraría que un rostro de mujer ajada por los años nos observaba desde una ventana de un primer piso. Y juraría que se estaba riendo.

Al pasar frente a la ermita en ruinas, ya casi de noche, íbamos a punto de echar a correr, pero paramos en seco. La gran farola se había encendido y, con ella, otra situada al final de la calle y del pueblo. La pregunta surgió de repente en nuestros pensamientos: ¿Quién necesita farolas encendidas en un pueblo desierto y abandonado?

Llegamos al coche ya de noche. Arrancamos y, a toda prisa, enfilamos por la carretera arriba, rumbo a ninguna parte.

Una cosa más. Ni rastro de cementerio en ese pueblo que no existe.

 

Angel Lorenzana Alonso