No sé bien cuándo apareció a mi lado. Debajo de aquel árbol, al cobijo de su sombra, estaba él. Nunca sabré si estaba allí antes de que yo llegara o es que venía ya conmigo y se tumbó, cansado, nada más llegar.

Me miró con sus ojos tristes, con la tristeza de la soledad reflejada en ellos. Acaso me vio pasar, me vio mirarle sin mirarle, pensó que yo estaba como él… y se unió a mi caminar. Acaso simplemente no tenía otra cosa mejor que hacer o acaso alguien había decidido abandonarlo. Fuera como fuese, allí estaba, conmigo, como si nos conociéramos desde siempre, como  si desde siempre hubiéramos compartido alegrías, o penas, o experiencias de amigos desde pequeños. Simplemente me miraba, movía su cola y esperaba.

Me senté a su lado, cogí mi mochila y empecé a hurgar en ella. Saqué un bocadillo que me habían preparado, vi cómo el perro me miraba y cómo su cabeza se ladeaba esperando entender mejor lo que yo quería hacer. Se movió como un rayo cuando empecé a partir el bocadillo y sus ojos no se apartaban, intermitentemente, de mis ojos y de mis manos.

Comimos el bocadillo a medias. Él un poco más, porque cogía al vuelo todos los trocitos que a mí se me caían. Cuando acabó, rebuscó en el suelo, en la mochila y en los alrededores por si se le había olvidado alguna miga. Y se sentó a esperar. Y su mirada recorría el antes y el después del camino, de un camino que no acababa allí y que iba conmigo, pegado a mis pies.

Cuando cargué la mochila, él ya estaba diez pasos delante, esperándome. Caminaba olfateando el camino, vigilando las veredas, decidiendo en las bifurcaciones, viendo peligros que yo nunca hubiera imaginado.

Le llamé Lobi porque su mirada me recordaba a una loba que me encontré en el monte, hace mucho tiempo,  y a la que ayudé a salvar a sus lobeznos de un barranco en el que habían caído. Lobi me libró de una serpiente en una noche infernal. Y él fue quien me obligó a parar y resguardarme para que un alud de nieve y rocas pasara justo por encima de nuestras cabezas. Me guió por vericuetos y senderos desconocidos cuando atravesamos las montañas y ahuyentó a unos personajes de dudosa catadura y más dudosas intenciones.

Juntos llegamos a la cima del paso por un sendero que apenas se dibujaba entre la niebla y la nieve. Volví la vista atrás solo un momento y me sequé el sudor frío de la cara. Lo malo ya había pasado. Sólo quedaba bajar hasta encontrarse con el pueblo que yo andaba buscando.

Eché la mochila a la espalda y busqué al perro con la mirada. No lo vi por ninguna parte. Pensé que estaría delante, como siempre hacía, vigilando el camino y olfateando posibles peligros. Le llamé. Pero, después de un buen rato, me di cuenta de que Lobi ya no estaba.

Empecé a bajar pensando que volvería a aparecer en cualquier momento pero, a cada paso, la idea de su desaparición se instalaba más en mi cabeza. Y recordé cómo apareció en el camino y cómo estuvo a mi lado en todos los momentos de peligro. Ahora, ya divisando las primeras casas, a salvo de todo, a punto de abrazar a mi mujer y a mi hijo, ya no lo necesitaba salvo por el afecto que nos había unido. Parecía como si aquel perro, mi Lobi, hubiera venido solo para ayudarme. Y ahora, se había ido de nuevo. Y volví a recordar a aquella loba y a sus cachorros, y a su mirada cuando nos despedimos.

Hace ya más de veinte años de aquello, pero nunca olvidé al perro.

La semana pasada, mi hijo me acompañó por el sendero entre las montañas. Le recordé aquella historia que ya le había contado cuando él era un niño y que él se había creído solo a medias. Ya dejamos atrás el alto del paso y bajábamos el sendero por su tramo más peligroso. Mi hijo me señaló un risco en el que algo se movía. Un aullido llegó hasta nosotros desde allí  y ello sirvió para indicarnos que aquel camino estaba cortado. Volví a mirar la figura del risco y le dije a mi hijo:

  • No te preocupes, Lobi ha vuelto.

 

Angel Lorenzana Alonso