No eres dueño del castillo y no puedes vivir en él. El castillo te destruirá

Esta era la leyenda que figuraba grabada en lo alto de la puerta de entrada para servir de advertencia a quien llegara hasta allí. Y una especie de demonio, grabado también, trataba de hacer hincapié en la amenaza de la leyenda.

Cuando se construyó el castillo, nadie sabe cuánto tiempo hace, las mayores tormentas se desataron sobre el valle. Alguna montaña vecina se rajó y derramó parte de sus rocas. Durante el tiempo que duró la construcción, no cesó la lluvia y los rayos sembraron el terror en las tierras de alrededor. El señor, imperturbable, firme sobre las piedras, azuzaba a los obreros y echaba maldiciones por doquier. Mientras más maldecía, más rayos caían y mientras más cerca caían los rayos, más maldecía aquel señor que se había empeñado en construir su morada precisamente en aquel lugar.

No hizo caso de la gente del lugar que le advirtieron de que aquella era tierra sagrada para los antiguos pobladores. No quiso saber nada de leyendas, de viejas brujas y de augurios de todas clases, siempre negativos, que se cernían sobre el lugar en que él quería vivir y construir su castillo.

El día en que la construcción concluyó, comenzó a salir el sol. Grandes festejos, bailarines extranjeros, comediantes y parladores vinieron de todas partes. Hasta los lugareños cercanos celebraron que nuevamente el sol volviera a lucir sobre sus campos y cabezas.

Más de quince días duraron las fiestas aunque a partir del tercero, ni el señor ni los invitados se enteraron de casi nada. Y cuando el sol volvió, todo el mundo trató de olvidar las historias y miraron con cierta esperanza al nuevo señor.

Ya el día iba declinando y las rubianas coloreaban el cielo de la tarde. El señor, sentado en la alta torre, trataba de reponerse cuando vio acercarse a un jinete por el lado donde el sol se ponía. Vestía de azul y rojo y su caballo era blanco como la nieve de las montañas. En principio, pensó, no eran esos colores que le gustaran demasiado.

Se levantó y bajó hasta la puerta del castillo. Plantado, intentaba que el caballero no entrara. El jinete, sin inmutarse, le apartó con su lanza e hizo entrar a su caballo en el patio. Y dijo sin volverse: “Sabes, señor, que este castillo y estas tierras no te pertenecen y que nunca te pertenecerán”.

Y continuó mientras daba vuelta a su caballo y daba cara al constructor del castillo: “El tatarabuelo de nuestro abuelo dejó dicho bien claro que estas tierras no pertenecerían a nadie y que nadie las poblaría. Por eso, ni tú ni yo tenemos derecho a estar aquí.”

Dicho esto, volvió a la entrada y con su lanza grabó la leyenda sobre la puerta.

Y los rayos volvieron y las nieblas fueron cubriendo las torres del castillo. Y los cultivos se fueron secando y las serpientes empezaron a hacer sus viviendas dentro de los muros.

Y el castillo siguió vacío y sus torres rascaron las nieblas en busca de otras vidas entre las águilas y los vencejos. Nadie volvió a ver al señor aunque algunos cuentan que, en las noches más crudas, se le oye gritar en las almenas del castillo. Pero casi seguro, dicen, que son imaginaciones de la gente demasiado crédula.

El tatarabuelo del abuelo del señor quedó tranquilo en su tumba, bajo los muros del castillo. Cerca de allí, un viejo caballo blanco esperaba… por si acaso.

 

Angel Lorenzana Alonso