Cydno bajó hasta el campamento principal situado en la loma, que dominaba los valles circundantes. Pero no pudo pasar. Un gran número de soldados enemigos rodeaba a los suyos. Un auténtico ejército vestido de rojo, armado con lanzas, espadas y cascos, ordenados y adiestrados en el arte de la guerra.

Los miró angustiado. Su pueblo no podría resistir mucho tiempo. Altas torres de madera y unos artilugios que lanzaban grandes piedras estaban preparados para entrar en acción. No podrían pararlos. Eran demasiados y mejor armados que ellos. Un águila y una gran X dominaban las columnas de ataque. Era la Legio X, decían los enemigos. Por el contrario, sus compañeros estaban más entrenados para una guerra distinta, basada en la velocidad de sus caballos, en los disparos de sus hondas, en la bravura de sus gentes con escudos redondos y pequeños, espadas cortas y hachas de doble filo.

Los romanos, que así se llamaban los enemigos, habían contribuido a la destrucción de Lancia, la ciudad hermana del este. Las noticias que habían llegado no eran nada esperanzadoras.

Cydno no pudo pasar. Los túneles habían sido cegados. Se despidió mentalmente de sus familiares y compatriotas y decidió retirarse a la falda de su querida montaña. Los dioses de sus antepasados no le abandonarían.

Vivió en las estribaciones del Teleno, cazó para alimentarse y bebió de todas las fuentes. Cydno piensa que a ello es debido que su cuerpo no haya envejecido en estos últimos dos mil años.

Los castros de su gente fueron conquistados y destruidos, las costumbres han ido cambiando, los poblados desaparecieron y aparecieron otros nuevos. Vivió la construcción de caminos nuevos, de edificios religiosos imponentes, y de palacios. Tuvo que adaptarse a nuevos idiomas, e incluso aprendió a leer y escribir. Ha vivido en muchos sitios y ha visto demasiadas cosas. Conoció a mucha gente, nunca mejor que la anterior. Los vio nacer, crecer y morir. Y siempre peleando unos contra otros.

Pero nunca olvidó su tierra.

La ciudad de su gente, aquella en la que no pudo entrar, ahora tiene catedral y murallas, ha vivido otros asaltos y otras guerras. Pero sigue ahí. De vez en cuando pasa a visitarla. Ya no es como antes pero le sigue gustando pasear por sus calles.

Y en la finca que él tenía, en un cerro desde el que se divisa la ciudad, ahora han construido un pueblo. Pasa mucha gente que dice que va de camino. En las noches en que la luna le permite ocultarse en las sombras, sube a una torre y, desde allí, mira cómo otras gentes nuevas celebran fiestas y se divierten, en el patio de la casa de al lado de la iglesia. Allí estaba su casa. Y su familia. Hace ya muchos, demasiados años, cuando el pueblo de cabañas de piedra ni siquiera se llamaba como ahora. A lo largo de los años, el nombre ha ido cambiando. Ahora le llaman Santa Catalina. Pero el sitio es ese. Estaba seguro.

Mira desde el campanario. A veces piensa en bajar y unirse a ellos.

Les contaría su historia aunque no le creyeran. Les contaría la historia del Teleno, de los dioses que habitan la montaña, de las fuentes, de la fuente que destrozó su vida.

Seguirá allí, escondida.

Angel Lorenzana Alonso