El ratón volvió a su madriguera. Estaba contento con el resultado de la reunión. Por fin, sus compañeros de casa se habían vuelto razonables y se habían dado cuenta de que la situación iba a cambiar y de que había que tomar las medidas oportunas. Como siempre ocurría, la reunión se había celebrado con la sola asistencia del perro, el gato y él. El caballo siempre estaba invitado pero solo acudía cuando las reuniones tenían lugar en los establos. No le estaba permitido entrar en los salones de la casa. No obstante, el perro y el gato ya le informaban del resultado y el caballo siempre daba por bueno lo que acordaran los otros tres.

Y, como casi siempre, era el ratón el que primero se enteraba de las cosas. Desde que habían decidido formar la sociedad, el caballo, el perro, el gato y el ratón siempre se consultaban y actuaban de común acuerdo. Eran los únicos animales que vivían en la casa, además de la pareja de humanos, de la que se alimentaban todos los demás. Todos admitían la presencia de los otros aunque cada uno tenía preferencias muy definidas.

Así, el hombre sentía predilección por el caballo y el perro, odiaba cordialmente al gato y soportaba al ratón; la mujer era más amiga del gato y odiaba al ratón, admiraba al caballo y sentía respeto por el perro; el caballo adoraba a los dos humanos, que lo trataban muy bien, y se llevaba bien con los otros animales; el perro adoraba al hombre, respetaba a la mujer y al caballo, odiaba al gato y admiraba a aquel ratón pequeño y listo que se enteraba de todo; el gato amaba a la mujer, odiaba al perro y al ratón y pasaba del hombre y del caballo; y el pequeño ratón iba más a lo suyo aunque vigilaba y se cuidaba muy mucho de la mujer y del gato. Por lo demás, todos sabían a lo que jugaban y aprovechaban las ventajas de vivir en esa comunidad. Las reglas estaban claras y nadie se atrevía ni a cambiarlas ni a desobedecerlas.

La vida transcurría feliz y tranquila en la casa. La mayor parte del tiempo, los cuatro animales estaban solos mientras los humanos pasaban el tiempo en sus lugares de trabajo. Alguna trifulca se organizaba a veces entre el gato y el ratón o entre el perro y el gato. Pero quedaban cortadas inmediatamente cuando uno de los humanos aparecía por la puerta. Y todo volvía a esa pasmosa tranquilidad que tanto gustaba a la mujer.

El ratón había vuelto de la reunión un poco asustado pero sabedor de que todos los demás eran ahora conscientes de la nueva situación. Y, por consiguiente, conocían, o podrían adivinar, las consecuencias de la misma. La noche anterior oyó cómo la mujer comunicaba al hombre que ya era seguro de que estaba embarazada.

La noticia llenó de espanto a todos. La paz y la tranquilidad se habían acabado. Un pequeño humano suponía una total revolución.

A partir de ese día, la vida cambió en la casa: la mujer dejó de salir al trabajo y no paraba de cambiar los muebles de un sitio para otro. Otros muchos muebles se trajeron. El hombre llegaba corriendo a casa y no se despegaba de su mujer mientras ésta iba engordando cada día. Solo se hablaba del nuevo humano, del nombre a ponerle, de cómo cuidarle, de la ropa que había que comprar, de dónde iba a estudiar. Parecía que era el único humano que iba a nacer en los últimos diez mil años. Y la madre parecía la primera y única Eva de la historia.

Nació una niña. La llenaron de flores y puntillas y hasta los animales tuvieron que ir a rendirle pleitesía y hacerle reverencias. Hasta que empezó a andar, todo fue bien. El perro y el gato, de buen gusto, se turnaban en estar con la pequeña, a la que adoraban y mimaban. Al ratón, la madre no le dejaba y tenía que verla a escondidas. El caballo tardó un poco más en conocerla.

Fue creciendo y empezó a caminar. Al principio a trompicones, después iba apoyada con una mano encima del perro y después… aprendió a ir ella sola… Y llegó la gran revolución. No había sitio donde no quisiera subirse ni puerta cerrada que no quisiera atravesar. Ni escalera a la que no quisiera subirse. Ni el perro solo, ni el perro y el gato juntos eran capaces de sujetarla. Su arma preferida era el lloro: cuando el perro no la dejaba hacer algo, ella se ponía a llorar. La madre venía corriendo, reñía al perro y daba el capricho a la niña. El perro se enfadaba y la niña dejaba de llorar y sonreía mirando al perro.

A la vuelta de un día de compras con sus padres, apareció con un canario amarillo en una jaula. El clan de los animales decidió que otro animal no era grato en la casa y, al día siguiente, bajo la atenta mirada del gato, el pájaro decidió morirse de un ataque al corazón. Otro buen día fue un pececillo color naranja el que trajeron. También con la ayuda del gato y algún empujón pequeño del perro sobre el cristal, el pez decidió saltar fuera del agua.

La niña seguía queriendo “su” animalito. Y consiguió que le compraran una tortuga verde que, no se sabe cómo, apareció muerta y casi enterrada en la tierra del jardín. El clan animal vigilaba y no estaba dispuesto a aumentar su número.

Un día, la niña y su mamá reunieron al clan en el jardín. Ellos, serios y circunspectos, negaron y volvieron a negar arte o parte en las muertes, y miraban maliciosamente a la niña. Ésta, los miró enfadada y prometió venganza. Recibió una gran reprimenda de su madre y acabó prometiendo que nunca más otro animal vendría a la casa.

Todos marcharon a su sitio. Dijo la niña, días más tarde, que el ratón iba muy contento y que sonreía y le guiñaba cuando pasó a su lado.

 

Ángel Lorenzana Alonso