La luna volvió a su sueño en la madrugada. Plegó sus alas, se acomodó entre las nubes y se retiró a sus aposentos envuelta en nostalgia de la noche. Había velado a los amantes y a los que, por primera vez, habían entrelazado manos y labios entre rubores y sueños. Estaba cansada. Mañana, en otra larga noche de ronroneos, seguiría vigilando a animales y hombres e inspirando a poetas y recetando susurros cuando lo viera necesario.

Y abajo, entre olas y miradas, entre hojas y arena, los amantes seguían mirándose a los ojos, sus manos entrelazadas, sus cuerpos rozándose apenas pero sintiendo subir sus latidos cada vez que esto sucedía.

Ella besó su mano. Él besó su hombro. Ambos suspiraron mientras caminaban por el sendero de arena que subía hasta el estanque dorado en donde habían construido una cabaña de ramas. No vieron siquiera cuando llegaron. Solo se veían el uno en el otro.

Cuando la luna despertó de nuevo, miró su reloj de tiempo y supo que era su nueva noche. Una vez más, asomaría en el horizonte del anochecer y volvería a remover la noche en busca de ellos.

Allí estaban, en un abrazo eterno sin palabras, dormidos sin querer dormirse, agotados de caricias, entre labios ebrios de tanto besarse. No se movían.

La luna despejó ramas hasta encontrarlos. Pero apenas si podía distinguir sus cuerpos entrelazados. Quería mirar pero la noche la envolvía. Quería saber pero la negrura horizontal la envolvía. Quería cantar pero el silencio inmenso la envolvía.

Cansada, viajó por un momento hasta la cuna del sol, robó dos rayos de luz y los lanzó hasta los amantes. El sol consintió, adormecido.

Ahora sí. Ahora podía verlos. Y se quedó tranquila.

Eran felices.

Ángel Lorenzana Alonso