Bajaban por la cuesta, entre las bodegas y la  barrera. Trataban de desviar los rayos del sol que se pegaban a sus rostros en ese tiempo de siesta de una tarde de agosto. Se unieron a la pared de la casa buscando esa sombra que tanto necesitaban. Unos golpes con la metálica aldaba y a esperar.

La ventana de arriba se abrió. Una cabeza envuelta en un velo negro se asomó y dijo: Ya vaaa. Se volvió hacia la figura que aún seguía en la cama y le dijo: Ya están ahí otra vez. Habrá que bajar. Ponles algo de beber y de picar mientras yo voy a avisar.

Él bajó a entretenerlos. Unos vasos de vino fresco y un poco de cecina y de jamón. Mientras tanto, ella subió hasta lo alto del pajar, pasó por el agujero hasta la casa de la vecina, bajó la calle a toda prisa y avisó al vecino de la plaza: “Cuidado, están aquí otra vez”. Y volvió para su casa. Deber cumplido.

Esta guerra que ni les iba ni les venía. Dos bandos diferenciados por sus luchas por el poder pero que nunca habían venido a segar el trigo. Y esos señores habían decidido que unos vecinos eran de un bando y otros eran de otro. Y mandaban al pueblo, unos y otros, a sus sicarios para castigar a los oponentes. Pero los vecinos habían aprendido a esquivarlos, entreteniéndoles y avisando al buscado. Y así una y otra vez, en más de diez años de guerra o de lo que sea. Y, hasta ahora, ninguna víctima. El sistema funcionaba.

El vecino perseguido y salvado por el aviso, el mismo vecino que hacía otro tanto cuando venían los contrarios, se escondió y a nadie pudieron encontrar. Tampoco los sicarios ponían demasiado interés. Cumplían con lo que les habían ordenado y hasta ahí llegaban. A ellos, nadie les había hecho nada.

Por la tarde, al caer el sol y cuando la fresca caía sobre el pueblo, los vecinos de uno y otro bando se reunían camino de la bodega y comentaban, entre risas, los acontecimientos. Unos buenos vasos de vino y mañana sería otro día de trabajo.

Al trigo y al vino no les importaba quien ganaba la guerra.

Angel Lorenzana Alonso