Cuando Edelmiro empezaba a bajar del campanario, el pie izquierdo quedó trabado en el peldaño anterior y todo su cuerpo rodó escaleras abajo. La empinada escalera de caracol que daba acceso al campanario, que él mismo había ayudado a construir, no tuvo piedad de su trabajado cuerpo. El médico que certificó su defunción habló de rotura de cabeza y de columna.

Desde entonces, nadie se atrevió a subir al campanario. El alcalde del pueblo mandó cerrar la escalera con una sólida verja y un gran e inamovible cerrojo.

Cuando el cortejo fúnebre de Edelmiro salía de la iglesia camino del cementerio, las campanas comenzaron a sonar con su característico y pausado toque de difuntos. El cura paró sus responsos y miró asustado hacia la torre. Las campanas estaban tocando ellas solas. Todos los vecinos se santiguaron y caminaron recelosos y en silencio hasta finalizar el entierro. Nadie se explicaba nada, pero la vida tenía que continuar.

Al domingo siguiente, las campanas anunciaron con sus toques la hora de la misa y el lunes los vecinos fueron convocados a hacendera. Nadie tocaba las campanas pero ellas seguían tañendo cada vez que tenían que hacerlo.

Y el pueblo y sus vecinos se fueron acostumbrando a que las campanas tocasen solas y a que nunca faltase su sonido en los acontecimientos en que era necesario: la misa, la procesión, los entierros, los avisos de tormenta, los incendios, las fiestas, la hacendera, la vecera… Cada cosa tenía su toque y nunca mejor que ahora era interpretado desde el campanario.

Nadie daba importancia ya al hecho de las campanas, aunque, de vez en cuando, algún político o algún funcionario quería investigar el asunto. Y no faltaron investigadores, de lo normal y de lo paranormal, nacionales y de fuera, acompañados de máquinas y artilugios raros, que vinieron, vieron y se fueron y después, en televisiones y radios, dieron sus explicaciones que a pocos convencieron.

Y pasó el tiempo. Y la gente del pueblo se fue marchando.

Ayer, veinte años hace ya del caso de Edelmiro, solamente un pastor vivía con su rebaño en el pueblo. Y no por eso dejaban de sonar las campanas cuando era necesario.

Hoy, por la mañana, también ha muerto el pastor. Algunos familiares y conocidos suyos, además de algunos antiguos vecinos, se reunieron en la iglesia para darle su último adiós. Las campanas tañeron como siempre que había un difunto en el pueblo. Al oírlas, algunos comentaron el hecho de que quedarían mudas ahora que ya no había nadie que pudiera escucharlas. Y no faltó quien propuso llevárselas como valioso recuerdo.

Diez minutos después del último toque, rompieron verjas y cerrojos y subieron por ellas. Los badajos habían desaparecido, las maderas que servían de contrapeso, las cabezuelas, estaban convertidas en ceniza y ocho trozos de bronce, cuatro por campana, estaban incrustados en la torre de la iglesia, en medio del campanario. Imposible cogerlas e imposible que volvieran a tocar alguna vez.

Edelmiro, y todo el pueblo, ya podían descansar tranquilos.

Angel Lorenzana Alonso