Doña Funci, Srta. Onaria para los que no la conocen demasiado, llegó a su mesa como todas las mañanas desde hacía ya muchos años.

Acababa de regresar de sus vacaciones, eran las 9 menos cuarto de la mañana (se había entretenido tomando un café con sus amigas de siempre a las que tuvo que contar apresuradamente sus vacaciones), pero, aunque entraba a las 8, ya la conocían y no importaba demasiado. Su larga trayectoria en este negociado la hacían merecedora de estos pequeños privilegios.

Colocó su bolso en la silla, sacó el portarretratos de sus hijos y de su marido y los colocó sobre la mesa, echó un vistazo a la planta y vio que se la habían regado en su ausencia, colocó su chaqueta en el perchero, saludó uno a uno a sus compañeros de trabajo, fue al baño a darse los últimos retoques y, por fin, se sentó. Eran las nueve y media.

Echó un primer vistazo al montón de papeles que esperaban y que se habían ido acumulando en su ausencia veraniega. Su trabajo era su trabajo y no permitía que nadie se lo hiciera, no fuera a ser que aprendieran y le quitaran su puesto. De todas formas, eran demasiados para ponerse a revisarlos con lo cansada que venía. Mañana sería otro día.

Sonó el teléfono y pensó: “vaya murga, ya está aquí el primer problema”. Lo cogió con manifiesta desgana pero su semblante cambió rápidamente cuando reconoció la voz de su amiga. Hablaron de las vacaciones, de los hijos, de la vuelta al cole, de sus maridos, aburridos como siempre, de sus amantes y de que tenían que quedar para tomar un café.

Miró su reloj. Se le estaba haciendo tarde y todavía tenía que tomar el café con sus amigas e ir a comprar algo al supermercado. Decidió que lo primero era el café. Llamó por teléfono a sus correligionarias y todas se dirigieron a la cafetería de enfrente donde, después de los consabidos besos y abrazos y piropos mutuos sobre lo bien que habían sentado las vacaciones a cada una, aunque por dentro cada una estaba criticando a todas las demás, se pusieron nuevamente a charlar de todo lo que habían hecho (cada una más que la otra), de lo lujoso de los hoteles, de lo caro que estaba todo, de los niños, de los tíos que habían conocido, de los tipos en la playa, de las modas, bañadores, etc.

Después de una hora, Doña Funci se acordó de los yogures, del pan, y del resto de la compra. Se despidió y se marchó al Super. Antes, pasó por su mesa, despachó con un “vuelva usted mañana” a las tres personas que estaban esperándola, cogió nuevamente su bolso y se marchó a la compra.

Cuando volvió, la una y media de la tarde, volvió a ojear los papeles, decidió que ahora no se iba a calentar la cabeza con esos problemas aunque alguno era urgente (una subvención para una anciana a la que habían echado de su casa). Llamó a algunas compañeras y compañeros de otros departamentos, leyó (es un decir) el periódico para ver los últimos chismorreos, dio una vuelta por otros departamentos, cogió su bolso y marchó para hacer la comida para su señor marido al que le gustaba comer nada más salir del trabajo (salía a la misma hora que ella).

Al día siguiente, ya más descansada, cuando llegó a su mesa a eso de las nueve menos cuarto, se acordó de la subvención que había que aprobar esta semana para la anciana. Pero, si se metía ahora con aquello, le llevaría buena parte del día, así que lo relegó para otro momento. El resto de los papeles, ni los miró. Doña Funci se sabía lo que hacía. Pasó el día entre llamadas, cafés, compras y otras cosas importantes.

Y así pasaron, más o menos, los primeros quince días de su vuelta al trabajo.

Decidió que habría que ir recibiendo a la gente a la que había ido despachando con “vuelva usted mañana”, por lo menos para ver lo que querían. Por otra parte, llamó a la anciana para ver cómo era realmente su situación (a ella no le iban a engañar con esas peticiones absurdas).

Por eso, ese día, después de varias llamadas, se enteró por fin de la realidad: la anciana había muerto de una pulmonía debajo del puente de la estación. Como le habían dicho una vez: a veces, los problemas se resuelven ellos solos.

 

Angel Lorenzana Alonso