Silhouette of a shaman sitting by the fire. 4K

Bajo un sol que atravesaba el ramaje de los árboles, un sol ya inclinado y con menos fuerza, el brujo miraba las chozas de la aldea. Sus techos de paja, sus paredes de ramas entrelazadas, las hogueras que empezaban a tomar fuerza, el bullicio de los pocos chicos que quedaban. Las enfermedades nuevas – no las que él dominaba – los ataques de las fieras, las llegadas de extranjeros que lo infectaban todo, el aumento del calor y las aguas turbias del pequeño río, habían hecho que no hubiera tantos niños y que los mayores se murieran más jóvenes.

Él, conocedor desde siempre de todas esas cosas y de otras de las que más valía no hablar, se daba cuenta que se estaba haciendo demasiado viejo. Los dedos de sus manos se curvaban y ya no eran tan hábiles como antes. Las plantas que le eran necesarias cada vez estaban más lejos de la aldea. O, pensaba a veces con razón, quizá fuera que sus piernas ya no eran tan fuertes y ágiles para llegar hasta ellas. La vieja y eterna fuente de la roca sagrada ya se había secado. Hasta los dioses, esos resabidos y resabiados dioses de siempre, le estaban abandonando.

En ello estaba pensando. Y en que era igual pensar que no. La vida iba pasando hasta para los dioses, creía él. Y así pasaba la mayor parte de las horas. Pensando y… pensando. Era casi lo único que le dejaban hacer. De vez en cuando, alguien venía a preguntarle algo. Contestaba como sin ganas, por quitárselo de en medio.

Desde que, hace unos meses, vino aquella señora que parecía que lo sabía todo, que decía que era doctora – no sabía lo que eso significaba – y se dedicó a pinchar a los niños y a dar pastillas a la gente, parece que a nadie le pasaba nada. Por un tiempo, fue así. Después, después empezaron los problemas, unos problemas nuevos que él no conocía y para los que él no tenía soluciones.

Su nieta, una niña de diez años, vino a hablar con él. Y le dijo: “Abuelo… estaba pensando yo que si juntamos lo que tú sabes y lo que sabe la doctora esa, podíamos curar a casi toda la tribu”. Y el brujo empezó a pensar de nuevo.

Mandó a su nieta a la ciudad a estudiar. De lo otro ya se encargaría él. Le dijo que se preparara y que, mientras tanto, estuviera siempre con él.

La niña recogió sus cuatro cosas. Durante dos meses estuvo vagando por la selva hasta que logró llegar a la ciudad. Soportó casi de todo; serpientes, arañas, caimanes, ranas de cristal, guacamayos, mosquitos…, subió a los árboles y atravesó los ríos, se escondió de unos y luchó con otros. Pero llegó. Supo llegar y supo estar allí y estudiar medicina.

Conoció a mucha gente. Tuvo amigas y amigos a los que contaba lo de la selva. Y a los que hablaba de su abuelo el brujo. Nadie la creía demasiado y pensaban que eran historias que se inventaba para hacerse la interesante. Y, sobre todo, ese empeño suyo en aprender todo lo que hacía referencia a las enfermedades de la selva. Le hubiera gustado que su abuelo viera todo esto y que aprendiera, y que les enseñara a todos estos lo que era una selva de verdad. Pensaba mucho en él y en lo que le había dicho. Había que juntar los conocimientos.

Creció estudiando y tratando de compendiar todo lo que le parecía interesante. Escribió libros y dio conferencias. Habló en sitios y sitios, explicó lo de la selva y lo de su abuelo, lo de la visita de la doctora y lo que el brujo le había dicho. Les habló de raíces y de hierbas de las que ni el nombre conocía, de venenos y contravenenos, de picaduras de mosquitos y serpientes y de todo lo que su abuelo el brujo sabía.

Pero su abuelo estaba allí donde existían todas esas cosas y donde faltaban todas las otras. El tiempo iba pasando.

La muchacha creció y se enamoró. Cuando pensaba en la selva se decía que pronto iría a verlos. Y recibió títulos y condecoraciones. Y escribió más y más libros. Y se casó y tuvo hijos felices que nada sabían de la selva. Ella siempre les decía que tenía que volver pero cada vez se le olvidaba más el camino de vuelta.

Y el rostro del abuelo se iba desvaneciendo y sus palabras estaban subiendo demasiado arriba, trepando por las ramas de los árboles. Las nubes las iban recogiendo y mezclando con sus pequeñas gotas de lluvia.

Los hijos seguían creciendo lo mismo que los homenajes. El marido requería atenciones y las reuniones se multiplicaban. La sana sabiduría de las universidades iba calando y calando en su cuerpo a la misma velocidad que se iban olvidando las recetas del abuelo.

Un abuelo que, sentado en su árbol preferido y lleno de esa otra sabiduría, había muerto de pena ya hacía unos cuantos años, cansado de esperar a su querida nieta.

 

Ángel Lorenzana Alonso