Iba al parque con su madre. Jugaba con sus amigas, miraba el lago, admiraba las nubes y veía pasar las bandadas de pájaros cuando empezaban a retirarse al caer de la tarde.

Era, más o menos, a esa hora cuando lograba escabullirse de sus compañeros y acercarse a su árbol preferido: un álamo grande y solitario que alargaba su sombra por el parque. Se sentaba junto a él y le decía: “Eres precioso, álamo, pero me gustaría que fueras de color azul”.

Un día, un funcionario pasó por allí, la oyó y le preguntó el por qué de su deseo. Ella se le quedó mirando de arriba abajo. Dijo: porque me gustan los álamos azules. Y el funcionario, serio él, circunspecto él, midió el álamo, midió su sombra, se separó y se acercó al árbol, miró al resto de los árboles del parque y concluyó: “querida niña, este álamo está casi perfecto según las reglas del ayuntamiento, y, por lo tanto, nunca se cambiará de color”. Y se fue, asqueado de las “tonterías” que decía la muchacha.

La niña quedó perpleja y desconsolada.

Y en eso aparecieron los borrachos, esos que siempre aparecen cuando tú no quieres que se acerquen. Miraron a la niña, miraron el álamo, no supieron que decir y se pusieron a orinar en el árbol y a reírse de ella.

La niña lloró sin saber que hacer.

Cerca de allí, en un banco cercano, alguien estaba leyendo un libro y había presenciado las escenas ocurridas. Se acercó a la niña, se arrodilló para estar a su altura, la cogió por los hombros y le dijo: “cierra tus ojos, imagínate el álamo de color azul, y tu álamo siempre será azul”.

La niña lo hizo y quedó sorprendida. Funcionaba. Allí estaba la solución. Su álamo sería azul para siempre. Como ella quería. Y vivió feliz durante un tiempo.

Habían pasado unos años. La niña seguía cerrando sus ojos para ver su álamo azul…. Pero, un día, un triste día, en el parque apareció el imbécil de turno, habló con la niña y la convenció de que su álamo no era azul y que nunca sería azul porque no existían los álamos azules. Le dijo que no importaba el color del álamo y que lo importante en la vida no eran los sueños sino otro tipo de cosas mucho más prácticas. Se lo había contado un primo suyo que se había hecho rico.

Y la niña dejó de soñar y trató de emular al imbécil y de conseguir dinero, coches, mansiones y peinados.

Siguieron pasando los años. La niña ya no era tan niña pero, cada vez que pasaba por el parque, seguía pensando en sus sueños con su álamo azul. Vio al señor sentado en su banco, leyendo su libro. Se acercó y le dijo: “sigo queriendo que el álamo sea azul, pero ya no me atrevo a decirlo en alto”. El señor dejó su libro, la volvió a coger por los hombros, le hizo cerrar los ojos y la obligó a pensar otra vez en el color azul del álamo.

La niña dejó la amarga realidad y volvió a soñar. Y volvió a ver álamos azules.

Ya era una niña un poco mayor pero seguía siendo feliz. Hasta que llegó a su lado un señor que se dedicaba a reparar cosas, pariente cercano en su profesión del primo del imbecil. Habló con ella y la convenció que él podría hacer que su álamo fuera azul para siempre. Ella se puso muy contenta y miró como él cogía su escalera, la apoyaba en el árbol y con su brocha teñida de azul, pintó el álamo por todas sus partes. Le dio varias capas para que la pintura no se marchara. Hasta pintó de azul sus raíces.

La niña era muy feliz. Su álamo era azul, siempre era azul. Además, el hombre aquel, junto a su árbol, le había construido una casita, toda llena de baños preciosos, una cocina para hacer barbacoas y un salón muy grande para hacer grandes fiestas con sus ricos amigos.

 

Habían pasado dos años.

Un buen día, la niña ya mayor se volvió a acordar de su árbol. Lo miró, rascó un poco su color azul, rascó un poco más hasta llegar a su corteza… y vio con pena que su álamo había muerto.

En un banco cercano, el señor que leía su libro estaba llorando.

 

Angel Lorenzana Alonso