Nadie sabía desde cuándo ocurría aquello. Todo el mundo se había acostumbrado a la situación y nadie se lo cuestionaba siquiera. La gente de aquel reino era de dos tipos: unos eran más blanquecinos, como más descoloridos, y otros eran más morenos, más tostados.

Los más claros eran los que siempre vivían a la sombra. No es que tuvieran prohibido estar al sol sino que no les gustaba. Si había que pasar por algún trozo de calle en el que daba el sol, se pasaba, eso sí, lo más deprisa posible. Desde que había ocurrido aquello de la división, cada uno iba por su lado. Todas las calles, e incluso los caminos y los campos, tenían dos partes, la del sol y la de la sombra. Así había quedado desde que el sol se paró sobre sus cabezas sin que nadie supiera el por qué. De eso hacía más de quinientos años y así seguía.

Los más tostados eran aquellos que vivían en la parte que daba el sol, como era lógico y normal. De vez en cuando se les veía pasar a la sombra pero no era frecuente. Si había que hacerlo, se hacía, pero el frío les hacía correr otra vez para su lado.

Y así vivían y así querían vivir. Cada uno a lo suyo, sin molestar pero sin mezclarse. Ya se habían acostumbrado y, ahora, ya nadie quería volver atrás. Unos y otros se respetaban e, incluso, algunos hablaban con los otros. Pero era raro.

Se cuenta, entre los más viejos del reino, que, una vez, uno de los morenos construyó su casa en medio de la línea divisoria. E hizo dos terrazas, una para cada lado. Así, podía estar en el lado que quisiera. Viéndole, algún otro vecino le imitó pero fueron pocos y la idea no prosperó. Incluso los imitadores acabaron por decidirse por uno u otro lado. La gente no era muy dada a alternativas. O lo uno o lo otro y sabiendo siempre de qué lado tenían que estar.

Fueron pasando los años y las costumbres modernas se iban imponiendo. Los libros de Historia hablaban, a veces, de aquella época anterior, pero la calificaban de bárbara y de anticuada. Es más, casi ni se mencionaba y solamente la gente mayor, de uno y otro bando, mantenía la tradición y la memoria. En ocasiones, y casi a escondidas, los descoloridos y los tostados, los viejos de ambos lados se sobreentiende, hacían reuniones clandestinas, se contaban historias y chismorreos y se reían a carcajadas, cosa que poco abundaba entre los más jóvenes.

Alguno de ellos propuso escribir un libro sobre los tiempos antiguos. Pero no les dejaron. Los gobiernos actuales, de unos y de otros, no lo consideraron “conveniente”.

Y el caso era que no existía una clara división entre ellos. Hablaban unos con otros, se prestaban cosas entre vecinos y no había una delimitación clara del terreno. Ambos podían ir por donde quisieran, por el sol o por la sombra, aunque la costumbre iba haciendo que cada uno prefiriera su lado.

El problema, y casi la revolución, vino cuando uno de los morenos tropezó, como por casualidad, con una paliducha. Se habían encontrado un día en la calle principal. Cada cual iba por su lado pero se miraron y sus pasos iban cada vez más por el centro. Se volvieron a mirar pero ninguno de ellos se atrevía a cruzar al otro lado. A veces, pasaban un poco el brazo para tocar al otro. Y vieron que no pasaba nada. Él notaba un poco más de frío y ella notaba como un picor en la piel. Era divertido a la vez que insólito y singular porque a la sensación calórica se unía la sensación de estar haciendo algo un tanto “prohibido”.

Cuando sus manos se juntaron y se unieron sus miradas, ya todo daba igual. El roce de sus pieles anuló todas las otras sensaciones. Todo quedó en nada y solamente un fuerte calor subió por el cuerpo de ambos. Juntaron sus labios y todo el mundo desapareció.

Fue el resto del mundo el que notó que algo había cambiado. Al principio, notaron que los enamorados estaban justamente en el centro de la calle, abrazados, con una parte al sol y otra parte a la sombra. Todo el mundo tenía la vista puesta en ellos. Poco a poco, y todos los vecinos atestiguaron que nadie se había movido de su sitio, el sol iba inundando cada vez más a los abrazados y la sombra empezaba a retroceder. Ya estaban los dos en la zona soleada. Y la calle iba llenándose de sol.

Comprendieron que era el sol el que se había movido. Los más ancianos recordaron y pensaron en las viejas leyendas, las que hablaban de que la luz y la sombra se movían en el suelo. Y uno de ellos, el mayor, fue trayendo a su memoria una historia que su bisabuelo le contaba tratando de explicarle los raros sucesos de aquel reino: la historia de una bruja enamorada de un príncipe que la había rechazado porque era demasiado blanca de piel. Despechada, la bruja le condenó a no poder estar mucho tiempo a la sombra y a ir quemándose poco a poco, junto a su gente.

El hechizo, por fin, había terminado.

 

Ángel Lorenzana Alonso